sábado, 22 de diciembre de 2018

La función directiva

Hasta 1981, desde el punto de vista legal, todo el poder en la enseñanza residía en la administración del estado y, desde esa fecha, en la administración autonómica, con un período de transición de transferencia de competencias. Conviene recordar a los más jóvenes que desde 1977 a 1982 gobernó en España la UCD ─Unión de Centro Democrático─, partido de centro derecha que incluía a algunos antiguos funcionarios del régimen de Franco que se reciclaron en demócratas, como el propio líder Adolfo Suárez, probablemente de forma sincera. En 1982 ganó las elecciones generales el PSOE, pero en Galicia, un año antes, en 1981, ganó las primeras elecciones autonómicas y gobernó AP ─Alianza Popular, partido que más tarde cambió su nombre al actual de Partido Popular, PP─, partido de derechas liderado por el exministro franquista Manuel Fraga Iribarne, más adelante presidente de la Xunta de Galicia él mismo.

Quiere esto decir que la responsabilidad de nombrar directores de los centros ─como la de nombrar inspectores, ya comentada─ estaba, primero, en manos del régimen dictatorial, después en manos de un gobierno democrático de centro derecha y a continuación, en manos de un gobierno autonómico de derechas. Mientras los institutos se llenaban de profesores jóvenes y rojos, la mayoría de directores eran, coherentemente, hombres, conservadores y de cierta edad. Si bien no renegaban del sistema democrático, mayoritariamente se habían sentido bastante cómodos en la dictadura. Los profesores fuimos ganando cuotas de participación en la gestión de los centros por la vía de los hechos consumados y, poco a poco, se iba teniendo en cuenta la opinión de los claustros en el nombramiento de las directivas. Pero no fue hasta 1985, con la promulgación de la primera ley orgánica democrática del sector, la LODE ─Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación─ cuando el profesorado y el resto de actores de la enseñanza tuvieron derecho legal de participar en la gestión de los centros y a ser oídos en el nombramiento de las directivas.

En septiembre de 1981, la llegada de profesores nuevos a cierto instituto suponía la renovación de la mayor parte de la plantilla. El director, C., nombrado por el delegado provincial también era nuevo en el instituto y no tenía equipo. C. encajaba en el perfil: hombre, conservador, mayor que casi todos los demás profesores. Además era culto, aficionado a los latinismos, paciente, dotado de un humor galaico muy particular ─impagable su adaptación del gallego ¡manda carallo!: ¡impera falum!─ y, si seguimos los estándares actuales, un tanto machista. La jaula de grillos que era aquel instituto provocó que C. se viera rodeado de un equipo directivo que no era seguramente el que él hubiera preferido. El equipo lo formábamos los jovencísimos rojeras M.C, M.S., J.P. y yo mismo, además del no tan joven, nada rojo y excelente persona J.L.V. ¡Menudo año! C. nos dio un curso de 10 meses de paciencia y tolerancia con los que tienen distintas ideas. Nosotros aprendimos, poco a poco, a diferenciar lo deseable de lo posible, a pausar nuestra impaciencia por cambiar el mundo. Creo que nos veía con una mezcla de irritación por nuestra, a veces, impertinencia, y orgullo de padre con los que podrían ser sus hijos casi adolescentes. Permitidme la vanidad de decir que creo que C. apreciaba nuestra capacidad de trabajo y eficiencia ─todo lo que emprendíamos lo completábamos─, entusiasmo e inteligencia. Éramos francamente brillantes y, seguramente por ello, pedantes y algo soberbios. Sobrados, se diría ahora. Paradójicamente, ejercíamos de moderadores ante cierto sector del claustro que siempre nos adelantaba vertiginosamente por la izquierda. También éramos el azote del sector reaccionario y casposo. 

Una sola anécdota para comprender con qué clase de caspa teníamos que lidiar. En aquel instituto no había biblioteca, así que emprendimos la revolucionaria tarea de crear una. Había que encontrar un local adecuado, acondicionarlo, dotarlo de fondos bibliográficos y establecer un sistema de gestión. Después vendría la fase de dinamización del uso de la misma y de continuación de la dotación de más fondos. Todo esto exigía dinero, claro, y este era más bien escaso. Empezamos las compras: Cervantes, Lope, Delibes, García Márquez, Cortázar, Darwin, Newton, Asimov, entre otros, fueron los primeros autores. El sector reaccionario nos acusó de malgastar el presupuesto del instituto en "novelitas de vaqueros", en vez de dedicarlo a lo importante como la compra de champú y bigudíes. Esto es rigurosamente verídico.

Dirigir un instituto en esos años y en los inmediatamente posteriores era una tarea ingrata. Un gran volumen de trabajo y muy escaso reconocimiento. La mayor parte de la gente más válida comenzó a huir de los cargos. Poco a poco comenzaron a enquistarse en las direcciones personas de cierto perfil. Con honrosas, aunque no escasas, excepciones, trepas, mediocres, caciques, el perfil de los Anacletos, digamos. El modelo Anacleto se ha ido extendiendo. Se trata de un tipo de persona que intenta ocultar su inseguridad bajo un estilo bronco y agresivo. Ejerce el poder a golpe de favores, maestro del "estás conmigo o estás contra mí". No tolera la más mínima discrepancia. Los claustros tienden a durar cada vez menos, no porque haya un gran consenso en el centro, sino porque cualquier opinión que no sea en la línea de adular al cacique tendrá su ración de castigo verbal, por parte del titular o de alguno de sus partidarios. La gente se cansa de ser agredida y aprende a callarse y, a la larga, a no ir a los claustros. Estoy seguro de que muchos conocéis a más de un Anacleto.

No creo que haya ningún tipo de superioridad ética en la izquierda sobre la derecha, pero ciertamente, en España, la derecha viene de una tradición más autoritaria, mientras la izquierda lo hace de una más asamblearia. Por eso digo que resulta más incoherente ser un Anacleto si eres de izquierdas y, también digo, que muchos Anacletos creen ser de izquierdas pero no lo son.  Ahí tenéis a C., un hombre de derechas y de muy decente ejercicio del poder.

Entrando el siglo XXI, muchos de los que llevan décadas en las direcciones sienten que son ellos los depositarios de las esencias de la educación. Comienzan a sentirse fascinados por la jerga propia de los líderes: sistema de gestión, liderazgo, procesos de mejora, DAFO ─debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades─, coaching, calidad. Por eso surgió el plan de calidad. Curiosamente aquellos que más dominan la jerga se alejan de las aulas, que van quedando en manos de los que no dicen flipped classroom, pero recomiendan un magnífico vídeo de youtube para estudiarse la lección 12 para mañana. O de aquellos profesores multipremiados por sus proyectos de innovación o sus materiales didácticos pero que no dicen enseñanza-aprendizaje. O, finalmente, aquellos valientes como esa profesora de verbo guerrero, autora de un excepcional material digital con el que se enfrentaba a la ignorancia y a la indolencia, y que fue perseguida por el director de turno que no le perdonó no haberle votado cuando él presentó su candidatura  a la dirección. Esta gente es la que ha mantenido la auténtica calidad de la enseñanza. No han sido pocos pero sí han sido poco reconocidos.

La apoteosis llega en la década de 2010 y acaba consagrándose en la LOMCE ─Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Enseñanza─ de 2013. El director o directora es el líder pedagógico del centro. Como otras veces, nada que objetar. Creo que el director no debe limitarse a gestionar burocráticamente el instituto, debe motivar y promover la participación de todos en proyectos comunes de innovación y mejora de la enseñanza. Pero, como otras veces también, las cosas se corrompen. He asistido a cursos de coaching en los que se explicaba la diferencia entre el autoritarismo y el liderazgo, ilustrado con bonitos vídeos analizados con este criterio, mientras trabajaba en un centro gobernado por una perfecta Anacleta que se atrevía a dar lecciones de buen liderazgo por la mañana y cortaba las intervenciones discrepantes por la tarde.

Todo lo que va mal puede empeorar y el modelo siempre es susceptible de perfeccionarse. Los Anacletos añadieron a sus cualidades ya explicadas ─inseguridad, torpeza, mediocridad, acritud, caciquismo, abuso del débil─ una nueva: ser sumisos con la autoridad. El proceso transcurrió en paralelo al deterioro del ejercicio de la política que ocurrió en España desde finales de los noventa. La crispación, la intolerancia. Fijaos como en esos años empezó a llamarse díscolos ─término que implica un cierto juicio de valor, más bien negativo─ a los que antes se llamaba discrepantes ─término neutro que únicamente indica que se tiene una opinión diferente─. Los gobernantes de turno empezaron a rodearse hasta los niveles últimos de la administración de personas totalmente adictas. Comenzó a ser incómodo ser director y enfrentarse a las autoridades. Solo los más valientes lo mantuvieron. Los Anacletos se adaptaron y tomaron partido por sus jefes: primero el inspector, luego los jefes de servicio, los delegados provinciales ─ahora directores provinciales─, los subdirectores y directores generales y, en la cumbre, los conselleiros. Protegen su presunta carrera y no a sus, antes considerados, compañeros.

Como también he dicho, siendo todo esto bastante descorazonador, lo peor es la pasividad y resignación con que estas actitudes, antes intolerables y no toleradas, son recibidas por gran parte del profesorado de hoy. En el peor de los casos, esa pasividad es complicidad al no defender a la del verbo guerrero, a los discrepantes o a los asesores pardillos del artículo anterior, por ejemplo.

La ética y la elegancia no está en estos elementos y puede que sí estuviera en algunos directores de antes, injustamente calificados de antidemocráticos.

Sirva todo lo anterior, también, como tardío homenaje y reconocimiento a la paciencia y talante de C., el gran Cacheda.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Aquella calidad (continuación)

El plan de calidad al que me refiero en el artículo anterior tuvo una vida más o menos corta como suele suceder con todas aquellas ideas imaginativas que resultan no ser más que ocurrencias.

Es cierto que la red de Conservatorios de Galicia obtuvo el certificado AENOR todavía en 2017 y algunos CIFP (Centro Integrado de Formación Profesional) en 2014. Otros centros de Formación Profesional y de ESO y Bachillerato tenían el certificado de años anteriores, pero la fiebre por La Calidad, pasó.

En los institutos que yo conozco, hubieran obtenido el certificado o no, se abandonó el plan y no se echa nada en falta. No quedó apenas ninguna herencia. La calidad de la enseñanza en esos centros, si por calidad se entiende las competencias, conocimientos, destrezas, formación, en suma, educación de los alumnos no solo no se resintió por abandonar el plan, sino que mejoró. El esfuerzo que el profesorado dedicó a la montaña de burocracia se pudo liberar para dedicarlo a ejercer la enseñanza.

En honor a la verdad, sí quedó alguna herencia. Incluso alguna herencia positiva. Al fin y al cabo, La Calidad fue aplicada por muchos profesores. Por ejemplo, en mi instituto se normalizó el documento de inventario de departamento. Pero la inmensa mayoría de documentos generados durante ese período, se abandonaron. Otras herencias son más cuestionables. Muchos aprendieron a decir enseñanza-aprendizaje y ya nunca más dijeron enseñanza a secas, siempre enseñanza-aprendizaje. Este y otros términos de argot pretendidamente científico o técnico hicieron fortuna. 

El plan comenzó, como he dicho, a principios de los 2000. A mediados de esa década fue creciendo. Es probable que alcanzara su máximo —por número de centros apuntados— en torno a 2006 o 2007. En esa fecha se empezaron a producir las deserciones que he contado, como la del centro de Anacleto y Ramiro. En los años siguientes, cada vez menos centros se apuntaban.

Anotarse a este plan tenía algunas ventajas para los centros. En primer lugar, una partida presupuestaria específica. Dada la precariedad económica de los colegios e institutos, esta era una buena razón para entrar en el plan. No recuerdo la cantidad por dos razones, la primera es la opacidad con que se llevaba todo esto y la segunda es que actualmente no consta en la web de la Consellería de Educación. En todo caso era una una cantidad significativa en el contexto del presupuesto global de un centro.

Además, el director castigado del post anterior —el director que fue nombrado cuando el testaferro de Anacleto dimitió— tuvo que pasar por el trago de ir a recoger el certificado de AENOR que a pesar de la crisis explicada en ese post, se le concedió al centro. Como premio extra por lograr el certificado, la Consellería de Educación, a través de un Director General, obsequió con un ordenador portátil a cada uno de los directores que ese año lo habían obtenido. El portátil fue entregado sin ningún tipo de documento, sin recibo, ningún director tuvo que hacer constar que lo recibía. Este regalo, por tanto, no era transparente para el profesorado. A mí me parece raro. El director castigado entregó el ordenador a su centro, haciéndolo constar en el inventario y en el resto de documentos del instituto, pero no lo hizo por obligación o porque esa fuera la instrucción, sino porque quiso o porque le pareció lo más correcto, quién sabe. 

Pocos años después quedaban muy pocos centros en el Plan. Sobresalía entre todos, la estructura completa de formación del profesorado, el CAFI (Centro Autonómico de Formación e Innovación) y todos los CFR (Centros de Formación y Recursos, seis en Galicia). En esos centros la burocracia tiene cierto sentido. Cada paso que da un asesor de formación debe quedar debidamente documentado pues tiene en su mano decisiones que son importantes para el resto del profesorado. Esta es la razón de fondo. Naturalmente el volumen desmedido de papeleo y, sobre todo, que el proceso lo certifique una empresa privada ya no es imprescindible. Es una opción que conviene tratar con mucha transparencia.

En este contexto, a dos asesores pardillos, se les ocurrió hacer una pregunta en una reunión de todos los asesores, directores de CAFI y CFR, subdirector general y jefe de servicio del área, con una representante de AENOR. La pregunta era cuánto costaban los servicios de AENOR y, por extensión, cuánto costaba La Calidad. El resto de asesores recibieron mayoritariamente con aplausos la pregunta. La máxima autoridad presente suspendió la reunión en ese momento presa, aparentemente, de un gran nerviosismo. Cuando un par de horas más tarde se reanudó, se proporcionó una cifra. La cantidad era francamente modesta. Hubo murmullos de incredulidad, pero ahí quedó. Si esa era la cantidad, no se entiende ni la opacidad anterior ni el nerviosismo.

Al final de aquel curso todos los asesores de Galicia recibieron su correspondiente renovación para el siguiente curso. ¿Todos? No, los dos pardillos fueron cesados.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Aquella calidad

En los primeros años de la década de los 2000, las administraciones educativas trataron de establecer —unas con más entusiasmo que otras— un sistema de mejora de la calidad de la enseñanza. La principal innovación era que la presunta mejora sería evaluable y podría ser certificada por la Asociación Española de Normalización y Certificación (AENOR), organización privada encargada del desarrollo y difusión de normas técnicas y, precisamente, de la certificación de la calidad de productos, servicios y sistemas de gestión. Esta entidad privada —desde 2017, empresa privada; no sé muy bien cuál es la diferencia— fue creada en 1986 a raíz de la entrada de España en la UE. Así que obtener un certificado de AENOR equivalía en cierto modo a ser declarado homologable en calidad y seriedad a la Europa más desarrollada. 

Pongámonos a ello. ¿Alguien se opone a mejorar la calidad de la enseñanza? Claro que no. Al menos, nadie sensato. La primera medida es crear un llamado Plan de Mejora de la Calidad de los Procesos de Enseñanza Aprendizaje, o algo así, pero al que todo el mundo se refiere abreviadamente como La Calidad. Se publica en los diarios oficiales y se convoca a los centros a participar en él.

El objetivo principal será mejorar la calidad de la enseñanza, ¿no? 
Pues no. El objetivo es obtener el certificado de AENOR. 
Oiga, empezamos mal. 
Es que verá usted —dicen— obtener el certificado será la prueba definitiva de que se ha mejorado. 
Bueno, puede ser. Y, ¿cómo se obtiene el certificado? 
Fácil: cumpliendo la norma ISO-9001. 
Supongo que esa será la norma específica de la enseñanza. 
Pues no. Es una norma aplicable a cualquier organización o empresa pública o privada dedicada a cualquier actividad y que proporcione cualquier producto o servicio. Pero los indicadores son perfectamente trasladables. Por ejemplo: el grado de satisfacción del usuario o cliente, la comunicación con el mismo, la homogeneización de documentos, etc. 
Bien, de entrada, no parece que haya nada objetable en que el cliente esté satisfecho y que nos comuniquemos bien, aparte del hecho de llamarlo cliente, claro. 

Veamos, ahora, cómo funcionó esto en aquellos centros en que se aplicó. Por ejemplo, uno en el que reinaba un Anacleto igual o parecido al de este post anterior

Algunos, en nuestra ingenuidad, pensábamos que se avecinaba una época de trabajo redoblado en los siguientes aspectos: Evaluar los resultados del aprendizaje de nuestros alumnos en el momento actual para poderlos comparar con los mismos resultados al final de la aplicación del plan. Revisar profundamente estrategias y metodologías para identificar cuáles funcionaban y cuáles no. Lograr de una vez la imprescindible coordinación de los distintos departamentos didácticos para aplicar estrategias coherentes y establecer acuerdos didácticos. Elaborar un auténtico proyecto lingüístico de centro, un plan lector, un plan de implantación de las TICS y un proyecto de dinamización de la biblioteca, entre otros. Encuadrar todas las actividades no lectivas dentro de un proyecto coherente. Etc, etc. En fin, un volumen de trabajo que a nadie se le escapa.

El volumen de trabajo fue alto, sí, pero dedicado a otras cosas. Se elaboró una cantidad ingente de documentos que debíamos cubrir. En principio, se trataba de normalizar los ya existentes: actas, inventarios,... pero empezaron a surgir papeles nuevos como hongos, a cada cual más farragoso. Cada actuación profesional de un profesor venía precedida, acompañada y seguida de una montaña de burocracia. Al segundo año de aplicación del plan, era obvio que su influencia en la formación del alumnado era nula o negativa. Mientras, la cantidad de horas que el profesorado dedicaba a cubrir el papeleo empeoraba notablemente el tiempo y la calidad de su dedicación a enseñar. Empezaron las primeras disidencias y el claustro pronto se dividió entre los partidarios de La Calidad y los detractores de la misma. 

Pero allí donde gobernaban los Anacletos del mundo, esta división coincidía exactamente con la de partidarios y opositores del propio Anacleto. A favor de La Calidad estaban los consabidos perros de presa, los caballeros conmilitones y la mayoría de opinión secuestrada (véase El fracaso escolar... estadístico (I)). En contra, casi todos los que lograban mantener su independencia de criterio en ese ambiente hostil.

Muchos Anacletos no fueron eternos. Pongamos que uno de ellos fue ascendido a la categoría de Jefecillo General de Algo y dejó al mando del instituto a una especie de testaferro, por ejemplo, Ramiro, alias el siniestro. Naturalmente, la lealtad con el titular no necesariamente se mantiene con el testaferro. Puede suceder —y tal vez sucedió— que el exceso de burocracia que muchos estaban dispuestos a sufrir cuando estaba Anacleto, no fuera tan aceptable con otro. Comenzaron las quejas y primeras deserciones entre la mayoría secuestrada. Algunos reconocieron que nunca habían cumplido verdaderamente con los procesos de Calidad y que lo que hacían era darse un atracón al cabo de un mes, o así, cubriendo de golpe todo el papeleo que deberían haber cubierto a diario y que tenían atrasado, lo cual invalidaba de golpe todo el plan. Los perros de presa y los conmilitones más importantes mantuvieron prietas las filas, pero entre los demás fue una auténtica huida. La crisis y el enfrentamiento entre los cada vez más numerosos opositores a La Calidad y los cada vez más crispados partidarios, unida a alguna otra circunstancia, desembocó en la dimisión del testaferro.

El Jefecillo —a la sazón, defensor de La Calidad en la Comunidad Autónoma— tuvo otra genial ocurrencia. Ejerció su poder para imponer como director de ese instituto a ... —¡tachán!— uno de los principales opositores a La Calidad y a él mismo. Su declarado propósito era que se estrellara con la gestión. Pero, ¡oiga!, que si se estrella él, también se estrella el instituto. Pues eso, ¡los Anacletos somos así!

El director castigado entrante, en vista de que muchos partidarios de la cofradía le reprochaban haberse cargado La Calidad decidió facilitar a aquellos que lo desearan continuar con ella. Al cabo de un mes, nadie se acordó más de este engendro.

La sorpresa del director castigado fue la de constatar que la mayoría de documentos del Sistema de Gestión de Calidad (SGC) de la directiva anterior (la de Ramiro) estaban sin cubrir, incluyendo los correspondientes a Ramiro, como director y, también, como profesor de su materia. También estaban sin cubrir la mayoría de los documentos de la coordinadora del SGC, la caballera conmilitona Anastasia, alias gefa con g que había ascendido de gefa de departamento debido, supongo, a su extraordinaria calidad como docente. 

martes, 13 de noviembre de 2018

De aquellos polvos vienen estos lodos

Estos días han sido actualidad periodística algunos asuntos muy relacionados con los temas que trato en este blog. 

Por un lado, se han publicado artículos que explican por qué en las últimas oposiciones a profesores de Primaria y Secundaria han quedado muchas plazas vacantes en diversas comunidades autónomas. Al menos una de las razones, claro. Esta razón no es otra que el bajísimo nivel lingüístico de muchos de los candidatos. Sus exámenes estaban plagados de faltas de ortografía, coletillas y expresiones propias del habla adolescente ("en plan", "rollo") y abreviaturas típicas de las redes sociales ("x" en lugar de "por" o "xq" por "porque" o "por qué").

En segundo lugar, ha vuelto a la actualidad una carta de un profesor uruguayo de Periodismo en la que manifiesta su hartazgo por la falta de nivel y de interés de sus alumnos y anuncia su dimisión. Por lo visto, la carta es de hace tres años pero ha resucitado ahora en las redes. La prensa se ha hecho eco de esa resurrección y de la carta en sí. Entre otras cosas, cuenta cómo ninguno de sus alumnos —estudiantes de Periodismo— sabe qué ocurre en Siria o qué partido es más de derechas en EEUU, el republicano o el demócrata. Algo parece mejorar cuando comprueba que todos conocen a Vargas Llosa, pero resulta que nadie ha leído ninguna de sus obras. Creo que todos admitiremos que la situación es similar en España.

Tal como yo lo veo, esto no es más que la consecuencia inevitable dados los errores o vicios que vienen afectando a la enseñanza en los últimos años y de los que he escrito en las entradas anteriores.

Nadie está libre de cometer faltas de ortografía. En este mismo blog y pese a que siempre reviso lo escrito y pido ayuda a una o más personas, se me ha deslizado alguna. La última de la que soy consciente es un "se han limitado ha mirar..." que superó todos los filtros hasta que mi hermano me lo hizo notar. Naturalmente, corrí a corregirla después de agradecer la información. El problema no es la falta de ortografía, sino la actitud ante esa falta. Y me refiero, sobre todo, a la actitud del profesorado. Uno puede cometer —o no— faltas y creer —o no— que es algo importante. Todos los profesores que tuve en el bachillerato sabían, sin ningún tipo de duda, que la ortografía es importante. Entre ellos algunos tenían mejor ortografía que otros. Lo que digo de la ortografía vale para todos los aspectos de la expresión escrita, incluyendo la presentación. Eran gente culta. Una leyenda de mi instituto contaba que un profesor de Física y Química, como último recurso cuando un alumno no se sabía la lección, le proponía continuar recitando "El Quijote" desde donde él —el profesor, que empezaba a recitarlo de memoria— parase. Cuentan que cada vez avanzaba más y nunca se llegó a saber hasta dónde era capaz de llegar. Yo tuve a ese profesor en sexto de Bachillerato y no puedo confirmar la leyenda. En todo caso, da idea del nivel de entonces.

Pues bien, la llegada de legiones de profesores más preocupados por ser populares que por enseñar, el invento fracasado de la ESO, la sublimación de la nota como único objetivo, la pérdida de prestigio, consideración social, autoridad y motivación del profesorado, etc., nos han traído a esta situación.

En estos años de profesión he asistido ororizado e hincredulo a diversos casos. Todo un señor ingeniero escribiendo extructura, como si nunca hubiera tenido que calcular o diseñar una estructura en su carrera. Después de persistir en el error un buen rato, llegó a la conclusión de que el que le señaló el error era un pedante o un exagerado. Una jefa de departamento que se presentaba por escrito como gefa, para bochorno de alguno —no de todos— de sus subordinados. ¡Cómo escribirían sus alumnos!

La siguiente anécdota os gustará. Una profesora que no se caracterizaba por su extensa cultura ni por su capacidad de expresarse correctamente sino, más bien, por todo lo contrario, estaba en uso de la palabra en un claustro. Como era de verbo farragoso, no estaba prestando mucha atención, cuando me pareció oír:

«... porque yo, mea culpa, ...»

Me sorprendió el cultismo en ella. «Vaya nivel», me dije. La verdad es que yo había oído mea culpo, pero lo atribuí a su tendencia a cerrar las vocales: piluquiría por peluquería y así. Atrajo mi atención.

«Bueno, no es que me aculpe. Si yo me aculpase deberíais aculparos todos y todas...». ¡Acabáramos!, estaba conjugando el verbo aculparse. Muy cualificada para enseñar expresión correcta a sus alumnos.

El célebre Victorino, aquel que se arrimó a la cofradía de Anacleto para protegerse de los efectos de su vagancia, era profesor de Lengua Española. Sucedió que cierto año había un curso que destacaba sobre otros por su muy bajo nivel en expresión escrita. Como profesor de Lengua adoptó una medida pedagógica genial: dejar de hacer pruebas y ejercicios escritos. Su estadística mejoró exponencialmente.

Cierto que quedamos muchos que, con mejor o peor habilidad para expresarnos, creemos que eso es importante. Pero a veces he tenido la sensación de formar parte de una exigua minoría. Yo siempre he corregido en todos los escritos de mis alumnos, no solo los aspectos científicos o de fondo, sino las cuestiones formales: redacción, ortografía, presentación, márgenes... He oído decir a los alumnos como una letanía que nadie más les corregía esas cosas. Como uno no debe creer todo lo que dicen los alumnos como justificación, preguntaba a mis compañeros y, en muchas ocasiones, era verdad.

Este estado de cosas, muy generalizado en mi opinión, trae como consecuencia la progresiva degradación de la capacidad de expresión de la población. Probablemente entre los que no se presentan a oposiciones de profesor, las cosas están incluso peor. 

Muchos psicólogos y neuropsicólogos señalan que la capacidad de expresión está íntimamente relacionada con la capacidad de raciocinio y de análisis. También con el espíritu crítico y la capacidad de pensar por uno mismo. La pobreza de vocabulario implica pobreza en la capacidad de ver matices. En suma, estamos creando generaciones más manipulables. Consumidores de hamburguesas y de cine, televisión y literatura basura.

El profesor uruguayo antes citado, dice en su carta:

«Y entonces ve que a estos muchachos -que siguen teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre- los estafaron, que la culpa no es solo de ellos. Que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les nacieron solos. Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra que dejó de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más o menos lo mismo».

¡Clavao! Lo triste es que otra enseñanza es posible. Bastaría con que todos los profesores recordaran la vieja y repetida máxima: "todo profesor es también profesor de lengua". Desconozco la autoría. He visto que algunos se la atribuyen a un profesor de Lengua Inglesa llamado Sampson en 1922. Otros a Borges. Yo se la he oído decir a don Fernando Lázaro Carreter y a don Gonzalo Torrente Ballester. Otro nivel, claro.

Mientras tanto, también se ha publicado que el gobierno está preparando una nueva reforma de la ley educativa. Han saltado a la prensa dos medidas. Una, prohibir las repeticiones de curso. Dos, permitir que un alumno obtenga el título de Bachillerato con alguna asignatura suspensa.

La primera se ha de tomar con cautela pues, según algunas versiones, no se trataría de prohibir las repeticiones, sino de adoptar planes específicos para los repetidores. Si es esto, puede ser interesante si ello no implica más carga de trabajo para el profesor que ya debe atender muchas situaciones diversas dentro de la misma aula. Si se trata de la prohibición, nuevamente estaremos arreglando el fracaso estadístico. La segunda medida es un ejemplo paradigmático de ello.

viernes, 26 de octubre de 2018

Inspector viejo, inspector joven

Como ya he comentado en otra ocasión, a finales de los setenta y principios de los ochenta llegamos a la enseñanza verdaderas legiones de profesores jóvenes. Muy politizados, casi todos rojos perdidos, deseosos de cambiar los usos y costumbres anteriores, idealistas, puristas, un poco ingenuos y, hay que reconocerlo, la mayoría bastante airados. Éramos un producto natural de la situación política y social efervescente, apasionante e ilusionante: el final del franquismo, la transición y el triunfo del PSOE en 1982. Además vimos nacer la movida y participamos de ella. Teníamos, por tanto, el ego por las nubes. Impartíamos doctrina política, social, pedagógica y ética a todo aquel anciano de más de 40 años que se pusiera a tiro.

Mientras tanto, la administración -el Ministerio y las Delegaciones Provinciales de Educación, estamos en la era pre-autonómica- todavía estaba formada por hombres y mujeres procedentes de la etapa anterior. Los delegados, jefes de servicio y, especialmente, los inspectores eran personas de cierta edad que habían desarrollado la mayor parte de su carrera bajo el régimen autoritario. Imagináoslos asistiendo perplejos a la invasión de las hordas subversivas en su territorio, hasta entonces, tan plácido y ordenado. Trato de ponerme en su pellejo y creo que deberían sentir que su mundo se desmoronaba. No estábamos dispuestos a pasarles ni una. Nos creíamos en posesión absoluta de la verdad, éramos depositarios de los más puros valores democráticos y de la auténtica pedagogía. Todo lo que hicieran estaba viciado por su  origen antidemocrático. El calificativo más amable que obtenían de nosotros era el de fachas.

Hoy veo que al menos tenían una virtud: la paciencia. Aquellas personas habían accedido a sus puestos durante la dictadura, ya sea por libre designación, por oposición o por concurso de méritos. ¿Alguien espera que un régimen autoritario no escoja para dirigir la educación a personas favorables a ese régimen? Aún así, era pública y notoria la cantidad de personas no adictas que se habían colado en la educación. Basta ver la nómina de profesores de algún instituto como el Santa Irene de Vigo en los años sesenta y setenta: republicanos, comunistas, gallegistas, represaliados por el régimen... aún así, para nosotros, fachas, porque eran mayores. En esta situación, aquellos inspectores se lo pensaban mucho antes de emprender acciones contra el profesorado. Obviamente, tenían sus ideas y opiniones. Seguramente no les gustaba lo que veían, pero capeaban el temporal y solo actuaban cuando las cosas, de acuerdo a su forma de pensar, se salían de madre. Nadie les reconoció esa paciencia.

Contaré un caso personal. En 1981 la incompetencia burocrática de la Delegación de Educación de Lugo me tuvo varios meses sin Seguridad Social. El asunto era grave y creo que estaba justamente indignado. Lo que no fue justo ni proporcionado fue mi actitud. Insulté gravemente a un jefe de servicio. Llevo más de veinte años arrepintiéndome de ese insulto, lo cual significa que durante unos quince años NO me arrepentí. Aquel jefe de servicio tenía poder más que suficiente para meterme un buen paquete. Sé que lo valoró, pero decidió darle la oportunidad de madurar al jovencito de 24 años que era yo entonces. Bueno, espero haber aprovechado la oportunidad. En mi círculo, el jefe de servicio era un... ¿lo adivináis?... sí, un facha.

Cierto inspector, al final de los ochenta, tuvo que actuar ante un caso que hoy reconozco como de extrema gravedad. Sucedió en un instituto de Vigo. No deseo dar detalles pero es, sin duda, lo más grave que he visto nunca. Se abrió expediente a un grupo de profesores. Probablemente sería justo separar definitivamente a esos profesores de la enseñanza. Sin embargo, la sentencia fue de cambio de destino. Hoy me parece de una blandura casi cómica. El instructor del expediente, entonces inspector, más adelante Director Xeral, cargó para siempre con el estigma consabido y la enemistad manifiesta de todo el profesorado, al menos del profesorado rojo.

Las cosas cambian. Aquellos inspectores se han ido retirando siendo reemplazados por otros. En los últimos años han llegado a la inspección personas que mientras fueron profesores se consideraban a si mismos reivindicativos, profundamente democráticos, mayoritariamente de izquierdas y bastante jóvenes -en realidad, cuarentones y cincuentones, ancianos si siguiéramos el criterio anterior-, algunos lo suficiente como para haber sido educados en democracia. Al día siguiente de ser nombrados inspectores, mutaron, y se convirtieron, en afortunada expresión de otro inspector más veterano, en institucionales. Ejercen la autoridad de ordeno y mando sin complejos -como se dice ahora-. Por ejemplo, no dudan en obligar a un profesor a impartir una materia concreta, ajena a su departamento, sin tener en cuenta ni la opinión del profesor, ni la del departamento, ni los usos establecidos, ni la legalidad. Nombran director o jefe de estudios a cualquiera contra su voluntad y sin siquiera concederle audiencia. Amenazan con expedientes por cualquier cosa: resistirse a un cambio en la programación -argumentadamente-, hacer oposición a la dirección, suspender más de la cuenta, tratar de negarse a ser nombrado directivo, etc.

Podría contar muchos casos, pero como ejemplo de lo que quiero decir basta con uno de los más escandalosos. Fue así:

Un profesor de una de esas materias habitualmente afectada por un número elevado de suspensos -si el profesor es serio, añado-, recibe una petición verbal de una madre: que le proporcione una copia del examen de su hijo. El profesor ofrece a la madre revisar en su presencia el examen, lo que la madre declina. No estando seguro de si puede o no acceder a la petición de la madre, el profesor pide  asesoramiento a la directora y al inspector. Este le ordena verbalmente que acceda. Temiendo cometer una ilegalidad, el profesor pide al inspector que, o bien le dé la orden por escrito, o bien le indique en qué artículo de qué ley se basa esa orden verbal, asegurando que en ese caso, cumplirá la orden inmediatamente. El inspector se niega a ambas opciones y le indica que su orden verbal es la ley. Ya es una cuestión de principios. El profesor se mantiene en su posición hasta que el inspector, finalmente, le ordena por escrito y citando la ley 30 /1992 de  Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que proporcione el examen. En ese momento el profesor cumple la orden. No obstante, el inspector ordena incoar expediente administrativo al profesor que se saldó con una suspensión de funciones de quince días. El profesor decide presentar recurso contencioso-administrativo contra esta resolución. No solo ganó el recurso sino que el juez en su argumentación le da para el pelo al inspector con varias perlas como estas: 

... Es el propio inspector educativo el que primero incumple las formalidades de la LRJPAC 30/1992 a la que pretende reconducir las relaciones de padres y docentes, al negarse a emitir una orden por escrito cuando le es solicitada, en contra del régimen ordinario de emisión de actos administrativos, que han de producirse por escrito, para su debida constancia...

...No es admisible pretender la vinculatoriedad de una instrucción o sugerencia verbal, cuando el destinatario tiene dudas de su legalidad y solicita que se documente por escrito, y el que supuestamente imparte la orden se niega a ello, sin motivo aparente...

Lo que más debe escandalizar no es ya que existan inspectores como este. Ni el hecho de que él se crea demócrata y de izquierdas. Yo creo que además de no ser ni demócrata ni de izquierdas, tampoco es muy inteligente. Lo más escandaloso es la pasividad y tolerancia con que el otrora combativo colectivo de profesores acepta estos usos. Los inspectores de antes seguramente no eran un ejemplo de democracia, pero al lado de estos eran unos auténticos caballeros sabios y tolerantes. Soportaron la, en parte justificada, animadversión del profesorado por hechos mínimos en comparación con los de ahora.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Objetivo: la nota

Una de las más claras perversiones que ha sufrido el sistema educativo, en mi opinión, está relacionada con lo que trato en los artículos anteriores -El fracaso escolar estadístico I y II-. Se trata de la santificación de la nota como objetivo único de la enseñanza. La nota deja de ser una consecuencia del proceso, una expresión notarial de las capacidades, conocimientos, destrezas y competencias alcanzadas o no y pasa a ser, como digo, un objetivo en sí mismo. El proceso de enseñanza y aprendizaje, complejo, sin duda, pasa a ser juzgado únicamente por la nota. Si un alumno obtiene un ocho, un nueve o un diez, el profesor y el alumno han trabajado bien. Si por el contrario, obtiene un tres o un dos o un uno, probablemente el profesor es culpable. Como en todo, en estos tiempos, se pierden los matices.

En el límite, muchos padres y madres y, con ellos, inspectores, orientadores, autoridades y directores, toman la nota como única referencia y objetivo. Todo profesor cuyas notas sean más bajas que las que estos colectivos consideran adecuadas, tendrá problemas. Sin embargo, aquel profesor que ponga notas correctas, aunque sea un perfecto incompetente, será bien considerado. Como somos, también, seres humanos y, por tanto, con una capacidad limitada de sufrimiento y aspiramos a tener la menor cantidad de dificultades posible, muchos acaban falseando las notas, poniendo regularmente calificaciones más altas de las objetivamente justas, como única forma de quitarse de encima la presión de padres, madres, orientadores, inspectores...

Se oye con frecuencia el tópico de que cuando en una clase suspenden más del 40 o del 50 o lo que sea, por ciento, la culpa es del profesor. Nótese la palabra culpa, es muy indicativa del talante de quienes suelen decirlo. Por contra, nunca he oído la más leve crítica si una clase tiene un 80%, no de aprobados, sino de sobresalientes, cuando tal clase no es especialmente brillante. El profesor que pone esas notas, incluso, estará muy orgulloso de ponerlas. Yo creo que en aquel caso -el del 50% de suspensos-, en primer lugar, el profesor es un valiente y, en segundo lugar, tenemos -TENEMOS, todos tenemos- un problema. Conviene sentarse, analizarlo, reflexionar y adoptar medidas educativas para tratar de solucionar ese problema. Sin embargo, muchas veces sucede que este profesor sufre tal campaña de descrédito y acoso que aprenderá a que esto no le suceda nunca más. En la próxima evaluación las notas habrán mejorado, no por la aplicación de medidas educativas, sino como estrategia de supervivencia del profesor. Todos, especialmente los alumnos y sus madres y padres, se quedarán contentos y el problema no se habrá solucionado, solo se habrá ocultado. De propina hemos ganado un profesor desencantado más. La comunidad educativa -como se dice ahora- no espera de ti que enseñes bien Física o Matemáticas o Inglés, solo que sepas elegir la tecla del ocho o del nueve cuando pongas las notas.

Puede parecer que exagero, naturalmente estoy señalando la perversión máxima a que se llega, pero esta perversión no es infrecuente. Todo el profesorado tendrá su colección de pruebas. Os cuento algunas de las mías:

En cierto instituto de cierta ciudad se daban unas condiciones de contexto que hacían que muchos alumnos tuvieran un nivel sobresaliente de Inglés. Lógicamente en esa asignatura obtenían muy elevadas calificaciones. No sin humor, una profesora no les corregía un fallo generalizado de pronunciación motivado por contaminación lingüística del habla de la zona. «Déjalos», decía, «para una cosa que dicen mal...». En el resto de las materias eran normalitos con apuros. El caso es que su brillantez en Inglés ejercía de tirón en el resto de las asignaturas y las notas subían y subían. Una profesora nueva en el instituto se presentó en la primera evaluación con unas notas normalitas y, en seguida, fue presionada por el resto de los compañeros, capitaneados por el jefe de estudios y el profesor de Inglés. 
«Tienes que cambiar esas notas. Son injustas. Tienes que subirlas», le decían.
«¿Por qué?»
«Porque son alumnos excelentes».
«En mi asignatura no son excelentes. ¿Por qué creéis que son excelentes?»
«Porque sacan buenas notas».

En otro instituto, un profesor de una asignatura de habitual porcentaje elevado de suspensos era de los pocos que ejercía de oposición del equipo directivo de entonces. El director tenía una pública y notoria animadversión hacia este profesor. Se daba la circunstancia de que este profesor presentaba un perfil que, en opinión de muchos, lo invalidaba como docente. Tenía ciertos problemas graves de carácter personal. Estos problemas muy bien podrían haber sido objeto de inspección y expediente. El director logró quitárselo de encima mediante sanción administrativa. ¿Por sus problemas personales? No. A raíz de un expediente abierto por la inspección tras una queja de padres y madres por las bajas notas. Tras la queja de padres y madres, naturalmente, estaba la mano del director.

El celebérrimo Delmiro, citado en un post anterior reprochaba airadamente, con su estilo bronco cargado de palabras gruesas, a otro profesor las bajas calificaciones que había otorgado a los alumnos de 2º de Bachillerato.
«Les haces una pu****»,  decía. «Por tu culpa, a lo mejor, no pueden hacer la carrera que quieren».
«Les he puesto las notas que creo que se merecen. Además son bastante buenas; los que van a la selectividad tienen una media de casi un siete», se defendía el agredido.
Pocos días después se publicaron las notas de selectividad.
«Tenías razón, les he puesto notas un poco bajas», admitió el ofendido. «En la selectividad han sacado una media de casi ocho. Creo que tenía margen para subir un poco las notas. Sin embargo, en tu asignatura iban con casi un nueve de media y en la prueba de acceso a la Universidad tienen menos de tres. Eso sí que es una pu****. Ponerles un nueve y que no sepan ni para un tres. Por culpa de actitudes como la tuya han suspendido la selectividad. O la habrían suspendido si todos hubiéramos hecho como tú». Ni que decir tiene que Delmiro no tenía problemas con los padres y madres y el otro protagonista de la historia, sí.

El caso simétrico, el de que un profesor reciba quejas por enseñar poco a pesar de sus buenas calificaciones solo lo he visto una vez. Cierta promoción de segundo de bachillerato se quejó de una profesora que, en su opinión, pecaba de esto. Estaban preocupados por su rendimiento en la ABAU -Prueba de Acceso a la Universidad- a pesar de que las notas en esa materia eran elevadas. Coinciden tres aspectos de importancia. Uno, que tenían razón. Dos, que a esa promoción pertenecían dos alumnos que sin duda se cuentan entre los diez mejores que he tenido en toda mi carrera profesional de casi 40 años. Y, tres, que la queja partió de los alumnos, no de sus padres y madres.

Los profesores que han corregido pruebas de selectividad saben que deben otorgar unas calificaciones que se ajusten estadísticamente a cierto patrón. Tantos sobresalientes, tantos notables, tantos aprobados, etcétera. Más les vale no desviarse significativamente.

Hay, no obstante, alguna situación excepcional -excepcional, digo- en que está justificado subir las notas por encima de los merecimientos estrictos. Ciertos alumnos procedentes de entornos sociales, económicos o culturales desfavorecidos suelen tener una baja autoestima. En etapas bien tempranas empiezan a tener dificultades de aprendizaje que no tienen más explicación que esta: se sienten derrotados y desmotivados. No solo ante su futuro escolar, sino ante su futuro en general. En estos casos funciona como elemento motivador el obtener una buena nota. Debe hacerse de modo que no parezca que se está haciendo tal cosa -el subirle la nota-. Y no debe hacerse generalizadamente a toda la clase, solo a los alumnos que cumplan la premisa y cuidando que no se den agravios comparativos. Y debe hacerse a principio de curso. O sea, debe hacerse con muchísimo cuidado. Nada que ver con la actitud genérica que critico.

lunes, 10 de septiembre de 2018

El fracaso escolar... estadístico (II)

Para hablar del fracaso escolar, la primera dificultad que nos encontramos es la propia definición del concepto. Incluso la denominación es discutida por muchos teóricos por lo que tiene de culpabilizador del alumno. Sostienen que aún en el caso de que dicho alumno no haya alcanzado los objetivos previstos, siempre se llevará algo positivo de sus años de escolarización. Dicho para que se entienda, puede que al menos haya aprendido a leer, a contar, algunas cosas más y, sobre todo, habrá adquirido, probablemente, alguna habilidad social.

Superado este escollo inicial, tenemos todavía la dificultad de saber a qué nos referimos. En la bibliografía se manejan varios indicadores. El más utilizado es el porcentaje de jóvenes de entre 18 y 24 años que no han obtenido el título correspondiente a la enseñanza obligatoria -en España, el de Graduado en ESO-. Otros indicadores son: el porcentaje de alumnos que no acaban cada etapa educativa en el número de años previsto ordinariamente -6 para la Primaria, 4 para la ESO, 2 para el Bachillerato, uno o dos para los Ciclos Formativos de FP-; el número de repetidores en cada curso; el porcentaje de suspensos en cada curso y/o materia; el llamado abandono temprano: porcentaje de alumnos que abandonan una etapa educativa antes de terminarla cuando aún tienen edad para continuar, etc. Son diversos indicadores útiles y representativos para reconocer la existencia de un problema.

Pero, en mi opinión, una cosa son los indicadores y otra cosa el problema. Cada uno de estos indicadores nos da un indicio de que existe el problema. Podemos decir que cada indicador es un síntoma, pero el fracaso escolar no es el síntoma sino la enfermedad. Creo que el fracaso escolar consiste en que un alumno no alcanza los objetivos previstos para su edad en la etapa educativa en que se encuentra. Parece obvio y simple. Creo, además, que quien fracasa es todo el sistema educativo, no solo el alumno o no solo el profesor. Confundir el fracaso con los indicadores del fracaso, cosa que se da con frecuencia, como argumentaré, me recuerda el famoso aforismo: "Cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo". Muchos indicadores muestran que existe un problema, muchos políticos, pedagogos, opinadores,... han adoptado el papel del necio y se han limitado a mirar el dato numérico del indicador.

En el artículo anterior conté el caso más estrambótico que conozco, tomándome algunas licencias humorísticas, pues solo con humor se puede tratar este tipo de barbaridades. Durante un tiempo, el indicador de alumnos que terminaban el  Bachillerato en el número de años reglamentario en Galicia mejoró por el sin par procedimiento de aumentar ese número de años. Es lo que llamo "arreglar el fracaso escolar estadístico". O bien, mejorar la estadística del fracaso escolar, sin tocar el propio fracaso escolar. Mirar el dedo en lugar de la Luna. Pero hay más.

Las sucesivas leyes de educación han incluido limitaciones a las repeticiones de curso en cada etapa. Repetir curso es síntoma de fracaso. Incluso la mayoría de teóricos -inteligentes, no pedabobos- están de acuerdo en que repetir curso no es bueno para el estudiante. ¿Qué hacemos? ¿Cuál puede ser una medida que evite que un alumno repita? Prohibir que repita. Estamos mirando el dedo, de nuevo. Asimismo, para obtener el título de la ESO se contempla la posibilidad de suspender varias asignaturas (actualmente dos), si el equipo docente considera que se han alcanzado los objetivos de la etapa. Digo yo que si se hubieran alcanzado los objetivos y las competencias, el alumno habría aprobado. En la práctica, salvo excepciones, esto significa que con dos suspensos el equipo docente decide automáticamente que el alumno obtiene el título. Y si suspende tres, después de un par de minutos de discusión, una de las tres se le aprueba. Estoy seguro de que el legislador consideró diversos beneficios objetivos -que yo puedo compartir- que favorecen el conceder el título de la ESO a un alumno que suspenda dos materias. Pero también estoy seguro de que la mejora de las estadísticas de fracaso escolar pesó lo suyo.

Esta otra me gusta mucho. Ocurrió con la LOGSE -Ley Orgánica General del Sistema Educativo-, en vigor de 1990 a 2006, con sus períodos transitorios de aplicación. Se corrigió con la LOE -Ley Orgánica de Educación-, de 2006. Como resulta que la materia con mayor porcentaje de alumnos suspensos ha sido siempre Matemáticas, pues nos la cargamos. Naturalmente, las Matemáticas junto con la Lengua, forman el núcleo duro de la educación, por tanto, no se pueden eliminar así como así. Pero, durante los años de vigencia de la LOGSE, era posible estudiar segundo de Bachillerato de Ciencias o Tecnológico sin estudiar Matemáticas. El alumnado debía escoger tres materias entre una lista de seis o siete y las Matemáticas eran una más. Cualquiera que, como yo, haya estudiado algo de ciencias sabe que eso es una aberración. Para mí, el escándalo era mayúsculo pues en el gobierno del PSOE de entonces, o en sus cercanías, estaban Rubalcaba -Químico-, Solana -Físico- y Borrell -Ingeniero Aeronáutico-; personas todas de probada inteligencia y que saben, como yo, que para estudiar ciencia o ingeniería, las matemáticas son imprescindibles. Pues bien, el porcentaje global de suspensos mejoró por el ingenioso procedimiento de reducir la carga estadística de la asignatura más suspendida. No solo es mirar, de nuevo, el dedo; es como el chiste del vagón de cola. Dice así: En los accidentes ferroviarios, los daños mayores ocurren en el vagón de cola, ¿qué podemos hacer? ¡Eliminar el vagón de cola!

En la misma línea de mejorar las cifras va la habitual presión que padres y madres, inspectores, directivas e, incluso, los propios compañeros ejercen para subir las notas. Dedicaré un capítulo aparte a este fenómeno. Solo diré, de momento, lo obvio. Si subimos las notas, mejoramos la estadística pero no mejoramos la formación del alumno. Por si acaso, avanzo que creo que el hecho de subir las notas sí tiene, en ciertas circunstancias, algún efecto beneficioso.

Esta tendencia a mejorar las cifras sin actuar sobre el problema de fondo no se da exclusivamente en la educación. Es la tendencia general de los políticos que no miran más allá de las próximas elecciones. Sucede con el paro. Si no remediamos la situación económica, modificamos la forma de contar los parados para que salgan menos. Por ejemplo, cualquier persona que haya trabajado una sola hora en el último mes no está en paro. La inversión en I+D+i: le añadimos el presupuesto militar porque se compran aviones y tanques. Etcétera, etcétera. Es curiosa la fascinación por las cifras de una sociedad y una clase política tradicionalmente más de letras que de ciencias. ¿No os resulta familiar la imagen de un político diciendo que tal o cual gasto o inversión llegó al tanto por ciento, lo cual significa un aumento del cuanto por ciento respecto al período anterior? Pues eso.

Mientras tanto, indicadores externos que evalúan la formación y no las cifras, como el informe PISA, nos avisan una y otra vez de que la calidad de la enseñanza en España es más bien mediocre. Pero como a veces dicen que, por ejemplo, en Matemáticas pasamos de 497 puntos en el informe anterior a 498 en el actual, aseguramos que vamos en el buen camino. ¡Quien no se consuela es porque no quiere!

Seguimos mirando el dedo.

NOTA. Pedabobo: dícese de un charlatán de todo tipo de condición, aficionado a decir tópicos y lugares comunes sobre educación. Algunos han sido mencionados en el artículo titulado "El serbentesio (con b)". No confundir con pedagogo, profesional que ejerce su oficio como todo el mundo, unas veces mejor y otras veces peor.

sábado, 1 de septiembre de 2018

El fracaso escolar... estadístico (I)

Lo que sigue es una ficción que yo me imagino así:

Érase una vez en un instituto cualquiera de una ciudad cualquiera...

Anacleto es el típico profesor que se apunta a un bombardeo con tal de ser conocido, no vaya a ser que le pueda caer un carguito. Es lo que se llama un trepa. En efecto, durante los años ochenta y noventa mucha gente normal huía de los cargos como de la peste y, gracias a ello, Anacleto estuvo un montón de tiempo de director. Hombre de escasas luces, no da una prediciendo el futuro. Aseguró que la administración jamás autorizaría el cambio de uso de unas instalaciones para crear una biblioteca pocos meses antes de que tal biblioteca fuera creada. Vaticinó que el entonces llamado primer ciclo de la ESO permanecería indefinidamente en los colegios de Primaria el curso anterior a que se generalizara la presencia de ese ciclo en los institutos de Secundaria. Y todo así. Sin embargo, tiene cierto talento para predecir el pasado y, al modo orwelliano, reescribir su propia posición en ese pasado: «Ya dije yo que el primer ciclo vendría al instituto este curso», presumió.

Además de esta "virtud", tiene otras dos que le han ayudado a labrarse una carrera. La primera es que domina la política del cacique. Hace favores a los que le muestran adhesión inquebrantable y maltrata a los críticos. Con eso se creó una cohorte -y corte- de partidarios y adictos. La segunda "virtud" es un carácter agrio y verbalmente muy agresivo con el que suple su falta de argumentaciones coherentes y que intimida a todo aquel que le critica o propone cosas distintas a las que él trata de imponer. Hay que tener mucha paciencia y presencia de ánimo para aguantar sus ladridos una y otra vez. Ladridos amplificados por sus perros de presa, digamos, Álex -pequeño pero de músculos moldeados por años de gimnasio-, Filomena -permanentemente roja de ira- y Eustaquio -tosco exmilitar-; aplaudidos por sus caballeros conmilitones, digamos, Victorino -que se arrimó a la cofradía para protegerse de las consecuencias de su legendaria vagancia-, Roberto -experto en explicar lo que el jefe ya había explicado antes-, Ramiro -alias "el siniestro"-, Ubaldo -raza rubia galega y verbo rápido-, Manfredo -cagasentencias de voz profunda-, Benito -untuoso pelotillero-, Casimiro, Anastasia, Delmiro... y, lo peor, convalidados por el silencio cómplice de la mayoría de opinión secuestrada por el cacique, mezcla de estómagos agradecidos y cabezas aterrorizadas. Hace algún tiempo, un alumno quería preguntar por Anacleto y, al no recordar su nombre, dijo: «ese que está siempre enfadado». Naturalmente, todos supimos a quién se refería.

Pues, hete aquí que este personaje resultó ser nombrado Jefecillo General de Algo. Ni él ni sus partidarios salían de su asombro, así que decidieron celebrarlo por todo lo alto. Los perros de presa no fueron invitados, no fuera a ser que mordieran a alguien. Asistieron todos los caballeros conmilitones y algunos escogidos de la mayoría secuestrada, variedad estómagos agradecidos: Sonia, Lola, Julián ... . Cuando iban por el tercer gin-tonic ya arreglaban la educación de la comunidad, del país y del mundo. Benito, después de un breve eructo, comentó el fracaso que supone que la mayoría de los alumnos de bachillerato nocturno no acaben estos estudios en los dos años reglamentarios, sino en tres o más.

«Esto lo arreglo yo de un plumazo», dijo Anacleto tras un trago a su cuarto gin-tonic, lengua pastosa, ojos vidriosos y haciendo un barrido horizontal con su brazo derecho con la palma de la mano abierta. «En cuanto tome posesión, ordeno que la duración normal del bachillerato nocturno no sea de dos años sino de tres».

Ubaldo, un poco más listo que los demás, objetó: «¿Pero qué pasa con los que sí lo acaban en dos años?»

«Pues si yo digo que lo hagan en tres, lo hacen en tres por mis c******» respondió Anacleto alzando la voz y con las venas del cuello hinchadas. Todos los presentes miraron a Ubaldo reprobadoramente. ¡Se había atrevido a cuestionar al padre prior de la cofradía! ¡Qué escándalo!

«¡Claro, claro! Tienes razón», reculó Ubaldo bebiéndose el resto de su gin-tonic de un solo trago para ocultar su bochorno.

Como digo, todo es ficción, pero lo cierto es que en cierto período, cierto Jefecillo General de Algo ordenó repartir las asignaturas de primero y segundo de Bachillerato del régimen vespertino (nocturno) en tres cursos. No era voluntario, era obligatorio. Aquellos alumnos que terminaban el bachillerato en dos años, digamos un 30%, fueron obligados a hacerlo en tres. Quizá convenga aclarar que el perfil del alumnado de bachillerato nocturno incluía adultos trabajadores que disponían de poco tiempo para dedicar al estudio, otros procedían del régimen ordinario (diurno) después de agotar el número máximo de convocatorias en ese régimen. También había personas que habían quedado en paro y decidían continuar sus estudios abandonados anteriormente. Toda una casuística que explicaba el porqué de ese porcentaje tan bajo de "éxito".

Antes de este invento, un -digamos- 70% del alumnado terminaba el bachillerato en tres o más años. El fracaso escolar era, por tanto, de ese 70%. Con este invento, el 30% de alumnado que hubiera podido terminarlo en dos años, pasó a terminarlo en tres. A esta cantidad se añadió un -digamos- 50% de alumnos que antes ya lo acababan en tres años y ahora también. Por tanto, la cantidad total de alumnos que conseguían el título en el plazo reglamentario pasó del 30 al 80%. El fracaso escolar estadístico bajó del 70 al 20%. ¡De un plumazo!

¡Ah! Pero, ¿por qué no les dejamos hacerlo en dos a los que pueden? ¡Por mis c******!
Oye, pero es que algunas asignaturas de segundo y, por tanto, de selectividad las habrán dado no en el último año de estudios, sino en el penúltimo. Seguro que cuando vayan a la selectividad casi no se acuerdan y van en inferioridad de condiciones. ¡Que se j****! ¡O que vayan a clases particulares! Pero mira que es gente que, o bien no tiene tiempo, o bien no tiene dinero, o no tiene ni una ni otra cosa. ¡Pues entonces solo que se j****!

Ni que decir tiene que el malestar en la llamada comunidad educativa era enorme, salvo entre sus adictos. Esta medida, junto con otras de similar tenor autoritario le proporcionaron una merecida fama de indeseable.

Por suerte para la sociedad, este jefecillo duró un único mandato. Su sucesor revocó este invento en su primera semana de trabajo y poco a poco el jefecillo y su invento van quedando en el olvido como una borrosa pesadilla cada vez más lejana. Eso sí, a los alumnos que durante aquella época se vieron obligados a cursar un año más nadie les devolvió ese año ni les compensó por ello.

Cualquier parecido con personas y hechos reales es pura coincidencia... salvo alguna cosa.

miércoles, 25 de julio de 2018

El serbentesio (con b)

En los años en los que fui formador de profesores, gozaba de gran popularidad este vídeo que yo mismo utilicé varias veces en mis ponencias. En él vemos como una maestra ha escrito en la pizarra la tabla del dos y, mientras ella marca el ritmo con una vara, todos los alumnos cantan: «dos por uno es dos; dos por dos, cuatro; dos por tres, seis ...». A continuación, el director informa de que se van a modernizar y la escuela se pasará a la vanguardia tecnológica. El aula se dota de cañón proyector, pantalla y ordenadores. La maestra proyecta en la pantalla la tabla del dos y los alumnos cantan: «dos por uno es dos; dos por dos, cuatro; dos por tres, seis...». Moraleja evidente: la implantación de las TIC sin cambio metodológico es absurda.
Por suerte para mí, nunca se planteó cuál sería la buena metodología para enseñar a multiplicar. No habría sabido qué contestar. Por supuesto, existen diversos métodos distintos del canturreo repetitivo, como este para la tabla del nueve, pero yo no veo a un alumno de 3º o 4º de ESO desplegando las manos para buscar que nueve por cinco, doblando el meñique de la mano izquierda, es 45. Y así, para cada tabla, su truco.

Uno de los chistes del desaparecido humorista Eugenio cuenta cómo una persona está leyendo la guía telefónica. Otra persona se extraña y pregunta:
-«¿Qué haces?»
-«Estoy aprendiéndome la lista de teléfonos.»
-«¿De memoria?»
-«No, comprendiéndola, comprendiéndola.»

En conversaciones con compañeros en los que sale el asunto de la memoria, muchos profesores jóvenes acaban preguntando si los de mi generación nos tuvimos que aprender la lista de los reyes godos de memoria. Yo siempre contesto:
-«De memoria, no. Comprendiéndola.»
No todos captan la gracia. La verdad es que ni yo ni nadie de mi generación se tuvo que aprender tal lista. Aún así, recuerdo algunos nombres: Godofredo y Recaredo, nombres típicos de las aventuras del Capitán Trueno, Wamba y Witiza, por las resonancias anglófonas de la uve doble y por las zapatillas, Chindasvinto y Recesvinto, nombres que ningún niño de doce años podía oír sin partirse de risa y, por fin, Rodrigo, al que derrotaron los árabes -antes, moros-. La memoria de un niño es prodigiosa.

Políticos, tertulianos, orientadores y presidentes de AMPAS, (Asociaciones de Madres y Padres de Alumnos), que vienen siendo los principales definidores de lo políticamente correcto, claman una y otra vez contra el crimen del aprendizaje memorístico, olvidando -fallo de memoria, en el mejor de los casos- que llevamos unos cuarenta años con dicho aprendizaje totalmente prohibido y abandonado. Se quejan de algo que no existe. Llevamos décadas en el extremo opuesto.
Resulta que, para empezar, la memoria es indisociable del proceso de aprendizaje. Todo lo que se aprende, sean conocimientos, destrezas o sentimientos, queda almacenado de alguna manera en el cerebro, según un mecanismo que los neurólogos -y todos los demás- llaman memoria. El profesor de Geografía e Historia, Luis Lavilla Cerdán, dice «Sin memorización no existe aprendizaje». Yo estoy de acuerdo con él.

António Damásio, insigne neurólogo, premio Príncipie de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2005, hablando de cómo el cerebro se las compone para afrontar la toma de decisiones, señala que se pone en marcha una compleja maquinaria neural compuesta de percepción, memoria y razonamiento. La capacidad de toma de decisiones es un buen indicador del éxito o fracaso de la enseñanza. El principal objetivo de esta es formar ciudadanos libres, autónomos y con capacidad crítica, además de proporcionarles ciertos conocimientos y destrezas. También señalan los neurólogos, Damásio entre ellos, que tanto el proceso de almacenamiento como de evocación de datos, imágenes, sonidos, ... implica la formación de imágenes en diversas áreas del cerebro de una o varias regiones, coordinadamente.  Los recuerdos, sean estos imágenes o no, se almacenan en forma de imágenes. La formación de estas imágenes, tanto en el proceso de almacenamiento como en el de evocación implica un número enorme de sinapsis entre neuronas. Es decir, ... -¡tachán!- un proceso físico químico. No es magia, es física. Y como todo proceso físico es susceptible de mejora. Esto es de gran importancia.

Neurólogos, psicólogos y también pedagogos, distinguen varios tipos de memoria con diversas subdivisiones. Al menos tenemos la memoria sensorial, la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo. Es esta última la que interesa en el proceso de enseñanza y aprendizaje.
Existe un amplio consenso científico en que resulta perjudicial obligar al aprendizaje de memoria cuando es posible otra forma, aunque hay cosas que hay que saber de memoria. Un niño aprende a leer memorizando estrategias. Más adelante aprende las reglas gramaticales -los por qués-. Un alumno que no haya memorizado la tabla de multiplicar tendrá dificultades, no solo al operar, sino en general en todos los asuntos matemáticos. La optimización del aprendizaje requiere entrenamiento. La memoria se entrena y con el entrenamiento mejora.

Muchos profesores sabios -la última a la que se lo leí es la profesora sueca Inger Enkvist- sostienen que no es posible pensar sin pensar en algo. Sin datos no hay en qué pensar. Es cierto que en la era google, uno encuentra enseguida la fecha de, digamos, el nacimiento de Newton. Tenerla archivada en la memoria puede ser irrelevante. Pero sí puede ser relevante para un estudiante de bachillerato, saber que Copérnico vivió durante el Renacimiento, que Galileo es posterior, que Newton es posterior a Galileo y que Lavoisier vivió -y primero se benefició y luego sufrió- durante la Revolución Francesa. He ahí unos pocos datos sobre los que establecer inteligentes y provechosos razonamientos.

La cuestión no es si aprender o no de memoria. Esto es simplificar patéticamente las cosas. La cuestión es cómo aplicar métodos que permitan fijar los aprendizajes en la memoria, de modo significativo y, además, que esos métodos no sean aburridos. Es decir, buscar buenas y bonitas reglas mnemotécnicas.

Cierta cancioncilla infantil tiene mucho éxito para enseñar los números del uno al diez en inglés. Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que la oí cuando tenía diez años. Sonó así:
«Guanli tortuli torzrili tolindian
forli torfaili torsili tolindian
sevenli tolaili tonaili tolindian
tenli tolindian voy»

La versión correcta es:
«One little, two little, three little Indians
Four little, five little, six little Indians
Seven little, eight little, nine little Indians
Ten little Indian boys.»

Todos los niños cantábamos una y otra vez la cancioncilla y a todos se nos quedaron grabados en la memoria los números del uno al diez y como se dice indio pequeñito. Así que, ¿cantar "One little indian" está bien pero cantar "dos por dos, cuatro", no? Absurdo. El único factor que puede diferenciar una cosa de la otra es que cantar una es divertido y la otra no. Pero la objeción contra la memoria por parte de aquellos opinadores no tiene que ver con que sea o no divertido, me temo.

En mi experiencia, por ejemplo, aprender los símbolos químicos de memoria tiene varias virtudes. No es la menor de ellas el hecho de que alumnos considerados como de peor rendimiento académico, de pronto, se sentían en igualdad de condiciones con los repelentes -para ellos- listillos, rendían sorprendentemente bien y se les subía la autoestima. Un gran efecto motivador que duraba una o dos lecciones más. El objetivo era aprender los símbolos. El cómo es variado. Una opción es crear frases acomodando esos símbolos. Los propios alumnos crearon esas frases que luego me contaron. Mi favorita, por razones obvias es: «Casi Siempre Garabatos Es un Plomo» (C, Si, Ge, Sn, Pb; carbono, silicio, germanio, estaño y plomo, el grupo de los carbonoideos). El hecho de que me la dijeran muestra que no había excesiva mala intención. Otro método fue el uso de unos juegos digitales elaborados por mí sobre la base del juego del ahorcado. Creo que varias generaciones de alumnos míos van por ahí sabiendo, al menos, la respuesta de algunas preguntas de crucigramas.

Y, a todo esto, ¿que es el serbentesio -con b- que titula esta entrada? No es un serventesio, una estrofa. Es la adorable respuesta de una alumna de 3º de ESO para el nombre del elemento cuyo símbolo es Sb. (Respuesta correcta: antimonio).


jueves, 12 de julio de 2018

ESO, Educación Secundaria Obligatoria

Pertenezco a una de las últimas generaciones que estudió un bachillerato elemental de 4 años (de 1º a 4º), un bachillerato superior de 2 años (5º y 6º) y COU, Curso de Orientación Universitaria. Comenzábamos el bachillerato a los diez años y lo terminábamos a los 17, un año antes que ahora. Los alumnos que no podían seguir esos estudios, sencillamente abandonaban y buscaban trabajo, fuera cual fuera su edad, o bien intentaban aprender un oficio en las escasas Escuelas de Oficialía y de Maestría. Ese sistema se sustituyó por el derivado de la Ley General de Educación de 1970, consistente en ocho años de Educación Primaria -llamada EGB, Educación General Básica- y en cuatro años de Educación Secundaria -tres años de BUP, Bachillerato Unificado Polivalente y COU-. Este sistema fue implantándose gradualmente, de modo que, cuando yo estaba en COU, la primera promoción del nuevo sistema había llegado a 7º de EGB. 
Una de las consecuencias del nuevo esquema es que la enseñanza secundaria (antes media), es decir, la que se imparte en institutos a cargo de profesores licenciados en sus materias, se redujo del tramo de edad de 10 a 17 años, al tramo de 14 a 18, es decir, de siete cursos a cuatro. Como contrapartida, la primaria, impartida por maestros y que antes ni siquiera era obligatoria, pasó a tener responsabilidad sobre el tramo de 6 a 14 años, ocho cursos. Muchas personas opinaron que eso degradaba la enseñanza. Mi profesor de matemáticas de COU se refería a la EGB como la JE-JE-JE, lo cual dejaba meridianamente clara su opinión. Cuando yo estaba en COU, los institutos ya habían perdido 1º, 2º y 3º de Bachilllerato, sustituidos por 5º, 6º y 7º de EGB que se impartían en los colegios de Enseñanza Primaria.
Dejando de lado, por ahora, la discusión sobre la idoneidad de maestros o licenciados para cada tramo de edad, creo que el sistema formado por EGB, BUP y COU, ha sido el mejor de la historia reciente de la educación en España. O al menos, es el que mejor ha resuelto el problema al que más adelante me referiré.
La ley de 1990 (Ley Orgánica General del Sistema Educativo, LOGSE) promulgada bajo gobierno del PSOE introdujo la ESO, Educación Secundaria Obligatoria, de los 12 a los 16 años, cuatro cursos. El bachillerato, posterior a la ESO, pero también Educación Secundaria, se reduce a dos cursos. Con ello, la enseñanza secundaria recuperaba dos cursos, dejando la primaria en solo seis. El gran avance de la LOGSE y de la ESO fue la extensión de la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años. Por contra, adolece de lo que yo creo que es un gran error. Las leyes posteriores (LOE, de 2006, y LOMCE, de 2013), mantienen en lo esencial este esquema.
El error consiste, en mi opinión, en la pretensión de mantener en las mismas aulas, con la misma enseñanza, a todos los alumnos hasta que completan la ESO. Los pedagogos y los políticos discuten y sentencian sobre cuál es la edad idónea para introducir distintas opciones o enseñanzas en la educación. Parece que sostienen que esa edad es la de dieciséis años. Los que hemos estado años en las trincheras de la ESO, sabemos que eso es absurdo. Al menos es lo que la mayoría confiesa en privado, no necesariamente en público.
Algo de esto deben, también, sospechar los pedagogos y los políticos, pues, las sucesivas leyes han introducido parches para atender a la diversidad: agrupamientos flexibles, programas de garantía social, planes de diversificación curricular, programas de cualificación profesional inicial, adaptaciones curriculares significativas, programas de mejora del aprendizaje y el rendimiento, ... un enorme conjunto de estrategias farragosas, caras... e ineficaces, coartadas para evitar plantear las cosas de raíz: la ESO no funciona.
El sistema anterior permitía a los alumnos de 14 años, hubieran completado o no la EGB, acceder a estudios de formación profesional de grado medio y, si los superaban, a los de grado superior. Cualquier profesor que no quiera engañarse a sí mismo sabe que un chico o una chica de 14, 15 o 16 años que no se ve motivado o interesado o capacitado para concluir la ESO, será un elemento disruptivo -como se dice ahora- sobre todo para sí mismo.
Sostienen los pedagogos que sería injusto socialmente separar -ellos dicen segregar- a los alumnos por capacidad. Este es un argumento falaz. Las propias leyes orgánicas sucesivas recogen en sus respectivos preámbulos que la educación debe atender a los intereses de la población y el principal interés es recibir una formación útil que les permita desarrollarse como ciudadanos. Todos estamos viendo a diario que para algunos alumnos, el sistema provoca una auténtica pérdida de tiempo y sobre todo, de autoestima. Por evitar que parezca que los segregas -lo cual hace poco progresista- los tienes condenados a una educación inservible y que no les interesa.
«Solo las personas que han recibido educación son libres», dice por ahí arriba. Recibir educación no es estar en un aula como un mueble. Es desarrollar capacidades, talentos e intereses. Dice el preámbulo de la LOMCE: «Todos los jóvenes tienen talento. Nuestras personas y su talento es lo más valioso que tenemos como país». Estoy de acuerdo. Es deplorable estar perdiendo ese talento.
Si atendemos a una comparación con otros sistemas educativos, veremos que hay todas las versiones, como la alemana en que optan por vías distintas a los 11 años o la coreana, a los 12, el sistema finlandés, a los 16, el francés, a los 15, etc. No parece que haya una opinión pedagógicamente indiscutible. Los pedagogos y los políticos españoles deberían ser prudentes y no pretender estar en posesión de la verdad. Sobre todo a la vista de los reiterados malos resultados en las evaluaciones internacionales como el informe PISA y otros.
El sistema portugués, por ejemplo, permite la diferenciación de vías a los quince años, pero extiende la obligatoriedad de la enseñanza hasta los dieciocho. La enseñanza obligatoria para todos no quiere decir para todos igual.
Todos los profesores de la ESO sabemos lo difícil que es gestionar una clase con alumnado que no desea estar allí, por mucho PMAR, ACS, etc que se aplique. Por atender a los intereses de unos, dejas de atender a los de otros. Como no te puedes multiplicar y el tiempo es limitado, acabas no atendiendo bien ni a unos ni a otros. Cualquiera que tenga un mínimo de conciencia social y de sentido de la justicia, se da cuenta de que los alumnos procedentes de ambientes más desfavorecidos son los más perjudicados. Se produce, además, un efecto perverso. Algunos centros educativos se las apañan para bordear o estirar la ley a la hora de la admisión del alumnado, llenando sus aulas con alumnos, digámoslo eufemísticamente, que tienen buenas perspectivas de cara a estudios superiores. Muchos padres acaban llevando a sus hijos a esos centros porque los consideran mejores y más ordenados. Ya tenemos clases y categorías. Ya hemos perdido el valor de equidad y de justicia social que debe cumplir la educación. 

sábado, 30 de junio de 2018

Educación en valores

El 26 de junio de 2018, uno de mis últimos días de trabajo, subía las escaleras de acceso a la primera planta con esa sensación inevitable de fin de etapa. Trataba de archivar en mi mala memoria el máximo de detalles de los pasillos, aulas y otras dependencias. Al llegar arriba, me encontré con tres o cuatro personas sentadas en las escaleras. Eran aspirantes a alguna plaza de profesor de Enseñanza Primaria de uno de los tres tribunales de oposición que tenían su sede en el instituto, esperando a ser llamados para realizar su ejercicio. Gente joven pero no adolescente, alguno pasaba, seguro, de los 30 años. Dificultaban el paso, pero eso no es lo más importante. Mi primera sensación fue de desagrado; a continuación, pensé: «para lo que me queda en el convento, mejor me callo». Me callé y me metí en mi departamento.
Lo cierto es que no me quedé tranquilo y le seguí dando vueltas al asunto. Los pasillos estaban, precisamente, llenos de mesas y sillas puestas allí para la primera fase de esas oposiciones. Desde ellas se tenía vista directa del aula donde estaba teniendo lugar la prueba. De hecho, no tenían esa visión los que estaban sentados en las escaleras. Otros opositores esperaban su turno en esas sillas, que se encontraban a no más de cuatro metros del aula mencionada. Así que ninguna razón de carácter práctico justificaba que estuvieran en las escaleras. Pero es que, además, un claro y evidente cartel estaba a un palmo de sus cabezas. El cartel rezaba: «Prohibido sentarse en las escaleras».
De modo que, cuando tuve que volver a bajar les dije que tenían sitio de sobra para sentarse en las sillas y que así estarían mejor. Además, les señalé el cartel. Por supuesto, no me hicieron el menor caso. Cosa de viejos maniáticos, debieron de pensar. Poco después tuve que volver a pasar, les hice notar la mala imagen que estaban dando y no pude evitar añadir: «Y vosotros queréis ser educadores. ¡¿Qué educación vais a dar?!». Ahí ya debieron de confirmar su diagnóstico anterior: ¡viejo maniático! O facha, o amargado, o algo así. Ellos seguro que se tienen por jóvenes dinámicos, modernos, tolerantes y sobradamente preparados.
Durante este curso, la costumbre de sentarse en las escaleras o en el suelo por los pasillos ha dado algunos problemas. La vicedirectora me contó cómo un par de alumnas de ¡Imagen Personal! estaban, no ya sentadas, sino tumbadas en el pasillo. Les ordenó levantarse y se negaron. Exigieron conocer en qué punto de las normas de convivencia del instituto dice que no puedan estar tiradas por el pasillo. Lo cierto es que las normas dicen que no pueden sentarse en los pasillos o escaleras, pero no estaba previsto el caso de que a alguien se le ocurriera tumbarse. La vicedirectora tuvo que recurrir a toda su autoridad para hacerse respetar y obedecer.
La educación en valores ha experimentado un enorme avance en los casi cuarenta años de mi carrera profesional. La no discriminación por razón de origen social, económico, étnico, nacional, de sexo o de opción sexual, la integración de las distintas capacidades, el cuidado en no reproducir estereotipos de género... son todos valores en los que la sociedad ha avanzado y, con ella, la educación. Se ha recorrido un largo camino, aunque, evidentemente, aun queda mucha faena. Sin embargo, en este otro tipo de valores que incluyen el respeto al mayor o al profesor, pero también el respeto a uno mismo, el celo por la propia imagen, la cortesía... aquello que en otros tiempos se consideraba buena educación por contraste con la mala educación: la puntualidad, ceder el paso en una puerta, ceder el asiento en el autobús, pedir las cosas por favor, dar las gracias... , en esto no hemos avanzado nada. No creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, la cosa era más o menos parecida hace quince, veinte o treinta años. En 1982, siendo yo un joven e inexperto jefe de estudios, se me ocurrió reprocharle a un alumno que estuviera con su moto metiendo ruido, impidiendo el normal desarrollo de las clases, en un lugar en que no podía estar ningún tipo de vehículo. Su respuesta fue: «Ábrete de ahí, tío». Me golpeó con la rueda de la moto y me tiró al suelo. Ya se ve que la cosa no es de ahora.
La cosa no es de ahora, no, pero creo que se ha ido reforzando en estos años. ¿Cómo puede un profesor o profesora transmitir el valor de la puntualidad si llega sistemáticamente tarde a su clase diez minutos o más? Y así durante veinte o treinta años, ignorando los continuos avisos de la jefatura de estudios. ¿Cómo puedes transmitir el valor del respeto a los demás y la cortesía en las formas si dejas el coche, sistemáticamente, mal aparcado interrumpiendo el paso de los vehículos del resto de los profesores? Y, además, teniendo un aparcamiento extra semivacío. ¿Qué valores transmites si te pasas media clase, sistemáticamente, de palique o de cotilleo en la conserjería, dándole la lata a los conserjes que ya no saben como librarse de esa tortura? ¿Qué valores crees que transmites cuando dedicas otra media clase a hablar -mal, generalmente- de otros profesores? ¿Y si insultas o gritas a otro profesor en presencia de alumnos? ¿O cuando insultas a los alumnos?
Hace unos veinte años, un grupo de profesores discutíamos de estos asuntos de la educación en valores y de cómo incluirlos como actividades curriculares y evaluables. Una profesora de Peluquería y Estética, mostrando cierto hartazgo dijo: «yo llevo educando en valores toda mi vida». Lo decía después de haber estado durante toda la charla mascando chicle a dos carrillos, abriendo la boca y haciendo toda clase de ruidos de masticación. «¡Qué valores serán esos!», pensé.
Hace algo menos, unos doce años, un jefe de estudios me transmitió cierta información normativa. Me atuve a ella y actué en consecuencia. La información resultó ser falsa y también resultó que el jefe de estudios sabía que era falsa. Cuando se lo reproché me soltó: «tu obligación era desconfiar de lo que te decía». Sin comentarios.
En mi opinión, hay que remontarse a los últimos años de la dictadura, la transición y la primera democracia. Digamos, desde 1973 a 1982. En esa década llegaron a la enseñanza muchos profesores jóvenes y progresistas. Yo soy uno de ellos, pues empecé en 1979. Estas generaciones de profesores hicieron -hicimos- bandera de una forma de ver las cosas, totalmente opuesta a lo que era normal cuando nosotros mismos estudiamos el bachillerato o la carrera. Nos educamos en dictadura y quisimos educar en democracia. Quisimos sustituir la razón de la fuerza por la fuerza de la razón. Propósito ejemplar y muy loable, pero nos pasamos. Todo lo que oliera a autoridad, incluyendo la autoridad del profesor, fue denostado. Se introdujo un igualitarismo, erróneo, que colocaba a ignorantes, ineducados y violentos en un plano de igualdad con los sabios, educados y civilizados. Esta actitud era mayoritaria entonces -soy culpable- y se ha transmitido a las siguientes generaciones reforzándose. Los profesores actuales son nuestros hijos académicos -personas a las que les hemos dado clase nosotros- o, incluso nuestros nietos académicos -personas a las que les han dado clase otras personas que habían sido nuestros alumnos-.
Es natural que un joven de 25 o 30 años se sorprenda de que un viejo le llame la atención por estar sentado en las escaleras de un instituto, interrumpiendo el paso y debajo de un cartel que dice «Prohibido sentarse en las escaleras». Yo mismo u otro como yo lo hemos educado así. Diré, en mi descargo, que me he ido corrigiendo con los años.