viernes, 26 de octubre de 2018

Inspector viejo, inspector joven

Como ya he comentado en otra ocasión, a finales de los setenta y principios de los ochenta llegamos a la enseñanza verdaderas legiones de profesores jóvenes. Muy politizados, casi todos rojos perdidos, deseosos de cambiar los usos y costumbres anteriores, idealistas, puristas, un poco ingenuos y, hay que reconocerlo, la mayoría bastante airados. Éramos un producto natural de la situación política y social efervescente, apasionante e ilusionante: el final del franquismo, la transición y el triunfo del PSOE en 1982. Además vimos nacer la movida y participamos de ella. Teníamos, por tanto, el ego por las nubes. Impartíamos doctrina política, social, pedagógica y ética a todo aquel anciano de más de 40 años que se pusiera a tiro.

Mientras tanto, la administración -el Ministerio y las Delegaciones Provinciales de Educación, estamos en la era pre-autonómica- todavía estaba formada por hombres y mujeres procedentes de la etapa anterior. Los delegados, jefes de servicio y, especialmente, los inspectores eran personas de cierta edad que habían desarrollado la mayor parte de su carrera bajo el régimen autoritario. Imagináoslos asistiendo perplejos a la invasión de las hordas subversivas en su territorio, hasta entonces, tan plácido y ordenado. Trato de ponerme en su pellejo y creo que deberían sentir que su mundo se desmoronaba. No estábamos dispuestos a pasarles ni una. Nos creíamos en posesión absoluta de la verdad, éramos depositarios de los más puros valores democráticos y de la auténtica pedagogía. Todo lo que hicieran estaba viciado por su  origen antidemocrático. El calificativo más amable que obtenían de nosotros era el de fachas.

Hoy veo que al menos tenían una virtud: la paciencia. Aquellas personas habían accedido a sus puestos durante la dictadura, ya sea por libre designación, por oposición o por concurso de méritos. ¿Alguien espera que un régimen autoritario no escoja para dirigir la educación a personas favorables a ese régimen? Aún así, era pública y notoria la cantidad de personas no adictas que se habían colado en la educación. Basta ver la nómina de profesores de algún instituto como el Santa Irene de Vigo en los años sesenta y setenta: republicanos, comunistas, gallegistas, represaliados por el régimen... aún así, para nosotros, fachas, porque eran mayores. En esta situación, aquellos inspectores se lo pensaban mucho antes de emprender acciones contra el profesorado. Obviamente, tenían sus ideas y opiniones. Seguramente no les gustaba lo que veían, pero capeaban el temporal y solo actuaban cuando las cosas, de acuerdo a su forma de pensar, se salían de madre. Nadie les reconoció esa paciencia.

Contaré un caso personal. En 1981 la incompetencia burocrática de la Delegación de Educación de Lugo me tuvo varios meses sin Seguridad Social. El asunto era grave y creo que estaba justamente indignado. Lo que no fue justo ni proporcionado fue mi actitud. Insulté gravemente a un jefe de servicio. Llevo más de veinte años arrepintiéndome de ese insulto, lo cual significa que durante unos quince años NO me arrepentí. Aquel jefe de servicio tenía poder más que suficiente para meterme un buen paquete. Sé que lo valoró, pero decidió darle la oportunidad de madurar al jovencito de 24 años que era yo entonces. Bueno, espero haber aprovechado la oportunidad. En mi círculo, el jefe de servicio era un... ¿lo adivináis?... sí, un facha.

Cierto inspector, al final de los ochenta, tuvo que actuar ante un caso que hoy reconozco como de extrema gravedad. Sucedió en un instituto de Vigo. No deseo dar detalles pero es, sin duda, lo más grave que he visto nunca. Se abrió expediente a un grupo de profesores. Probablemente sería justo separar definitivamente a esos profesores de la enseñanza. Sin embargo, la sentencia fue de cambio de destino. Hoy me parece de una blandura casi cómica. El instructor del expediente, entonces inspector, más adelante Director Xeral, cargó para siempre con el estigma consabido y la enemistad manifiesta de todo el profesorado, al menos del profesorado rojo.

Las cosas cambian. Aquellos inspectores se han ido retirando siendo reemplazados por otros. En los últimos años han llegado a la inspección personas que mientras fueron profesores se consideraban a si mismos reivindicativos, profundamente democráticos, mayoritariamente de izquierdas y bastante jóvenes -en realidad, cuarentones y cincuentones, ancianos si siguiéramos el criterio anterior-, algunos lo suficiente como para haber sido educados en democracia. Al día siguiente de ser nombrados inspectores, mutaron, y se convirtieron, en afortunada expresión de otro inspector más veterano, en institucionales. Ejercen la autoridad de ordeno y mando sin complejos -como se dice ahora-. Por ejemplo, no dudan en obligar a un profesor a impartir una materia concreta, ajena a su departamento, sin tener en cuenta ni la opinión del profesor, ni la del departamento, ni los usos establecidos, ni la legalidad. Nombran director o jefe de estudios a cualquiera contra su voluntad y sin siquiera concederle audiencia. Amenazan con expedientes por cualquier cosa: resistirse a un cambio en la programación -argumentadamente-, hacer oposición a la dirección, suspender más de la cuenta, tratar de negarse a ser nombrado directivo, etc.

Podría contar muchos casos, pero como ejemplo de lo que quiero decir basta con uno de los más escandalosos. Fue así:

Un profesor de una de esas materias habitualmente afectada por un número elevado de suspensos -si el profesor es serio, añado-, recibe una petición verbal de una madre: que le proporcione una copia del examen de su hijo. El profesor ofrece a la madre revisar en su presencia el examen, lo que la madre declina. No estando seguro de si puede o no acceder a la petición de la madre, el profesor pide  asesoramiento a la directora y al inspector. Este le ordena verbalmente que acceda. Temiendo cometer una ilegalidad, el profesor pide al inspector que, o bien le dé la orden por escrito, o bien le indique en qué artículo de qué ley se basa esa orden verbal, asegurando que en ese caso, cumplirá la orden inmediatamente. El inspector se niega a ambas opciones y le indica que su orden verbal es la ley. Ya es una cuestión de principios. El profesor se mantiene en su posición hasta que el inspector, finalmente, le ordena por escrito y citando la ley 30 /1992 de  Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que proporcione el examen. En ese momento el profesor cumple la orden. No obstante, el inspector ordena incoar expediente administrativo al profesor que se saldó con una suspensión de funciones de quince días. El profesor decide presentar recurso contencioso-administrativo contra esta resolución. No solo ganó el recurso sino que el juez en su argumentación le da para el pelo al inspector con varias perlas como estas: 

... Es el propio inspector educativo el que primero incumple las formalidades de la LRJPAC 30/1992 a la que pretende reconducir las relaciones de padres y docentes, al negarse a emitir una orden por escrito cuando le es solicitada, en contra del régimen ordinario de emisión de actos administrativos, que han de producirse por escrito, para su debida constancia...

...No es admisible pretender la vinculatoriedad de una instrucción o sugerencia verbal, cuando el destinatario tiene dudas de su legalidad y solicita que se documente por escrito, y el que supuestamente imparte la orden se niega a ello, sin motivo aparente...

Lo que más debe escandalizar no es ya que existan inspectores como este. Ni el hecho de que él se crea demócrata y de izquierdas. Yo creo que además de no ser ni demócrata ni de izquierdas, tampoco es muy inteligente. Lo más escandaloso es la pasividad y tolerancia con que el otrora combativo colectivo de profesores acepta estos usos. Los inspectores de antes seguramente no eran un ejemplo de democracia, pero al lado de estos eran unos auténticos caballeros sabios y tolerantes. Soportaron la, en parte justificada, animadversión del profesorado por hechos mínimos en comparación con los de ahora.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Objetivo: la nota

Una de las más claras perversiones que ha sufrido el sistema educativo, en mi opinión, está relacionada con lo que trato en los artículos anteriores -El fracaso escolar estadístico I y II-. Se trata de la santificación de la nota como objetivo único de la enseñanza. La nota deja de ser una consecuencia del proceso, una expresión notarial de las capacidades, conocimientos, destrezas y competencias alcanzadas o no y pasa a ser, como digo, un objetivo en sí mismo. El proceso de enseñanza y aprendizaje, complejo, sin duda, pasa a ser juzgado únicamente por la nota. Si un alumno obtiene un ocho, un nueve o un diez, el profesor y el alumno han trabajado bien. Si por el contrario, obtiene un tres o un dos o un uno, probablemente el profesor es culpable. Como en todo, en estos tiempos, se pierden los matices.

En el límite, muchos padres y madres y, con ellos, inspectores, orientadores, autoridades y directores, toman la nota como única referencia y objetivo. Todo profesor cuyas notas sean más bajas que las que estos colectivos consideran adecuadas, tendrá problemas. Sin embargo, aquel profesor que ponga notas correctas, aunque sea un perfecto incompetente, será bien considerado. Como somos, también, seres humanos y, por tanto, con una capacidad limitada de sufrimiento y aspiramos a tener la menor cantidad de dificultades posible, muchos acaban falseando las notas, poniendo regularmente calificaciones más altas de las objetivamente justas, como única forma de quitarse de encima la presión de padres, madres, orientadores, inspectores...

Se oye con frecuencia el tópico de que cuando en una clase suspenden más del 40 o del 50 o lo que sea, por ciento, la culpa es del profesor. Nótese la palabra culpa, es muy indicativa del talante de quienes suelen decirlo. Por contra, nunca he oído la más leve crítica si una clase tiene un 80%, no de aprobados, sino de sobresalientes, cuando tal clase no es especialmente brillante. El profesor que pone esas notas, incluso, estará muy orgulloso de ponerlas. Yo creo que en aquel caso -el del 50% de suspensos-, en primer lugar, el profesor es un valiente y, en segundo lugar, tenemos -TENEMOS, todos tenemos- un problema. Conviene sentarse, analizarlo, reflexionar y adoptar medidas educativas para tratar de solucionar ese problema. Sin embargo, muchas veces sucede que este profesor sufre tal campaña de descrédito y acoso que aprenderá a que esto no le suceda nunca más. En la próxima evaluación las notas habrán mejorado, no por la aplicación de medidas educativas, sino como estrategia de supervivencia del profesor. Todos, especialmente los alumnos y sus madres y padres, se quedarán contentos y el problema no se habrá solucionado, solo se habrá ocultado. De propina hemos ganado un profesor desencantado más. La comunidad educativa -como se dice ahora- no espera de ti que enseñes bien Física o Matemáticas o Inglés, solo que sepas elegir la tecla del ocho o del nueve cuando pongas las notas.

Puede parecer que exagero, naturalmente estoy señalando la perversión máxima a que se llega, pero esta perversión no es infrecuente. Todo el profesorado tendrá su colección de pruebas. Os cuento algunas de las mías:

En cierto instituto de cierta ciudad se daban unas condiciones de contexto que hacían que muchos alumnos tuvieran un nivel sobresaliente de Inglés. Lógicamente en esa asignatura obtenían muy elevadas calificaciones. No sin humor, una profesora no les corregía un fallo generalizado de pronunciación motivado por contaminación lingüística del habla de la zona. «Déjalos», decía, «para una cosa que dicen mal...». En el resto de las materias eran normalitos con apuros. El caso es que su brillantez en Inglés ejercía de tirón en el resto de las asignaturas y las notas subían y subían. Una profesora nueva en el instituto se presentó en la primera evaluación con unas notas normalitas y, en seguida, fue presionada por el resto de los compañeros, capitaneados por el jefe de estudios y el profesor de Inglés. 
«Tienes que cambiar esas notas. Son injustas. Tienes que subirlas», le decían.
«¿Por qué?»
«Porque son alumnos excelentes».
«En mi asignatura no son excelentes. ¿Por qué creéis que son excelentes?»
«Porque sacan buenas notas».

En otro instituto, un profesor de una asignatura de habitual porcentaje elevado de suspensos era de los pocos que ejercía de oposición del equipo directivo de entonces. El director tenía una pública y notoria animadversión hacia este profesor. Se daba la circunstancia de que este profesor presentaba un perfil que, en opinión de muchos, lo invalidaba como docente. Tenía ciertos problemas graves de carácter personal. Estos problemas muy bien podrían haber sido objeto de inspección y expediente. El director logró quitárselo de encima mediante sanción administrativa. ¿Por sus problemas personales? No. A raíz de un expediente abierto por la inspección tras una queja de padres y madres por las bajas notas. Tras la queja de padres y madres, naturalmente, estaba la mano del director.

El celebérrimo Delmiro, citado en un post anterior reprochaba airadamente, con su estilo bronco cargado de palabras gruesas, a otro profesor las bajas calificaciones que había otorgado a los alumnos de 2º de Bachillerato.
«Les haces una pu****»,  decía. «Por tu culpa, a lo mejor, no pueden hacer la carrera que quieren».
«Les he puesto las notas que creo que se merecen. Además son bastante buenas; los que van a la selectividad tienen una media de casi un siete», se defendía el agredido.
Pocos días después se publicaron las notas de selectividad.
«Tenías razón, les he puesto notas un poco bajas», admitió el ofendido. «En la selectividad han sacado una media de casi ocho. Creo que tenía margen para subir un poco las notas. Sin embargo, en tu asignatura iban con casi un nueve de media y en la prueba de acceso a la Universidad tienen menos de tres. Eso sí que es una pu****. Ponerles un nueve y que no sepan ni para un tres. Por culpa de actitudes como la tuya han suspendido la selectividad. O la habrían suspendido si todos hubiéramos hecho como tú». Ni que decir tiene que Delmiro no tenía problemas con los padres y madres y el otro protagonista de la historia, sí.

El caso simétrico, el de que un profesor reciba quejas por enseñar poco a pesar de sus buenas calificaciones solo lo he visto una vez. Cierta promoción de segundo de bachillerato se quejó de una profesora que, en su opinión, pecaba de esto. Estaban preocupados por su rendimiento en la ABAU -Prueba de Acceso a la Universidad- a pesar de que las notas en esa materia eran elevadas. Coinciden tres aspectos de importancia. Uno, que tenían razón. Dos, que a esa promoción pertenecían dos alumnos que sin duda se cuentan entre los diez mejores que he tenido en toda mi carrera profesional de casi 40 años. Y, tres, que la queja partió de los alumnos, no de sus padres y madres.

Los profesores que han corregido pruebas de selectividad saben que deben otorgar unas calificaciones que se ajusten estadísticamente a cierto patrón. Tantos sobresalientes, tantos notables, tantos aprobados, etcétera. Más les vale no desviarse significativamente.

Hay, no obstante, alguna situación excepcional -excepcional, digo- en que está justificado subir las notas por encima de los merecimientos estrictos. Ciertos alumnos procedentes de entornos sociales, económicos o culturales desfavorecidos suelen tener una baja autoestima. En etapas bien tempranas empiezan a tener dificultades de aprendizaje que no tienen más explicación que esta: se sienten derrotados y desmotivados. No solo ante su futuro escolar, sino ante su futuro en general. En estos casos funciona como elemento motivador el obtener una buena nota. Debe hacerse de modo que no parezca que se está haciendo tal cosa -el subirle la nota-. Y no debe hacerse generalizadamente a toda la clase, solo a los alumnos que cumplan la premisa y cuidando que no se den agravios comparativos. Y debe hacerse a principio de curso. O sea, debe hacerse con muchísimo cuidado. Nada que ver con la actitud genérica que critico.