lunes, 11 de febrero de 2019

Evaluación del profesorado

El día 4 de febrero de 2019, La Voz de Galicia publicó este reportaje sobre la posible inclusión en la nueva ley educativa que prepara el actual gobierno de la evaluación del profesorado por parte del alumnado. Según la periodista que firma el artículo, la CANAE —Confederación Estatal de Asociaciones de Estudiantes— habría colado esta enmienda a la ministra Celáa. Habrá que ver como recoge este aspecto esa ley y, también, si finalmente este gobierno puede presentarla. De momento queda esa sensación tantas veces repetida de que cada tres o cuatro años volvemos a inventar la pólvora. Aún así, se debe aprovechar cualquier ocasión para discutir sobre todo tipo de medidas que puedan ayudar a mejorar la educación. Pues bien, yo creo que es buena idea. Trataré de explicar por qué.

Todos sabemos que la educación es el pilar fundamental del estado. El preámbulo de la LOE —Ley Orgánica de Educación, de 2006—, después de argumentar por qué necesitamos una buena educación, sentencia:
«Por ese motivo, una buena educación es la mayor riqueza y el principal recurso de un país y de sus ciudadanos.»
El preámbulo de la LOMCE —Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, de 2013— que modifica parcialmente la LOE, comienza de forma más contundente. Después de señalar que todos los jóvenes tienen talento y que son el centro y razón de ser del sistema educativo, dice:
«Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país.»

Está clarísimo. Sin embargo, dudo que mucha gente haya interiorizado realmente lo que esto significa: la educación es la más alta responsabilidad del estado. Que el sistema educativo sea cada vez mejor es una obligación ineludible. Las administraciones educativas deben estar continuamente alerta para pulsar la situación y evolución de la calidad del sistema. Este es el fundamento de la evaluación. Solo si conocemos qué está pasando, sabremos cómo debemos actuar para mejorar el proceso. La primera función de la evaluación es la información. Desde luego que esta información no se toma por mero afán de saber, sino para orientar las medidas y políticas educativas siguientes, pero esta es la segunda parte. La primera es la informativa. En ese sentido, creo que la información que se obtiene de la evaluación del profesorado por parte del alumnado es relevante. Y no solo relevante, también imprescindible. 

Según el reportaje de La Voz, la medida está pensada para el alumnado de la ESO —alumnos de 12 a 16 años—. Las distintas personas entrevistadas por la periodista se manifiestan a favor o en contra. Algunos se muestran a favor si la medida se reserva a los alumnos desde 3º de ESO en adelante. Yo creo que la medida es adecuada para todas las etapas educativas independientemente de la edad. Otra cosa es cómo se trata la información obtenida, qué conclusiones se pueden extraer de esa evaluación. Este es el punto crítico.

La educación en su conjunto tiene un objetivo que viene desarrollado en los preámbulos de ambas leyes orgánicas. Creo que este fragmento de la LOE lo expresa muy adecuadamente:

«Para la sociedad, la educación es el medio de transmitir y, al mismo tiempo, de renovar la cultura y el acervo de conocimientos y valores que la sustentan, de extraer las máximas posibilidades de sus fuentes de riqueza, de fomentar la convivencia democrática y el respeto a las diferencias individuales, de promover la solidaridad y evitar la discriminación, con el objetivo fundamental de lograr la necesaria cohesión social. Además, la educación es el medio más adecuado para garantizar el ejercicio de la ciudadanía democrática, responsable, libre y crítica, que resulta indispensable para la constitución de sociedades avanzadas, dinámicas y justas.»

Además, cada etapa educativa tiene sus propios objetivos expresados con cierto detalle en la ley. Por ejemplo, en la Educación Secundaria Obligatoria, uno de los doce objetivos de etapa es desarrollar  en el alumnado capacidades que permitan:

«Comprender y expresar con corrección, oralmente y por escrito, en la lengua castellana y, si la hubiere, en la lengua cooficial de la Comunidad Autónoma, textos y mensajes complejos, e iniciarse en el conocimiento, la lectura y el estudio de la literatura.»

He contado, en una entrada anterior, el caso de un profesor que combatió el bajo nivel en expresión escrita de sus alumnos eliminando las pruebas escritas. Es obvio que este profesor no desarrolló capacidades en sus alumnos que permitieran alcanzar este objetivo de etapa. Por aquí va mi opinión. Sería muy ilustrativo conocer los resultados de la evaluación del profesorado por parte del alumnado cuando los datos de esa evaluación se cruzan con los resultados de la evaluación de las capacidades, destrezas, conocimientos y competencias de sus alumnos. Más aún, cruzados con todos los demás datos de evaluación del sistema.

Uno de los vicios más criticados en la educación, aunque quizá en otro contexto, es la endogamia. Nosotros, los profesores, evaluamos a nuestros alumnos y estos, nuestros alumnos, nos evalúan a nosotros. Todo queda en casa. Los casos más llamativos de mejora de todo o parte del sistema que yo conozco, han venido siempre de unos malos resultados en algún tipo de evaluación externa. Es muy conocido el ejemplo de Portugal que mejoró enormemente sus resultados en el informe PISA. Sucede que se tomó en serio esos resultados. Internamente, en el propio país, hay una sensación de satisfacción por las medidas adoptadas. No parece que la mejora de la enseñanza haya sido meramente estadística, sino real. Es un ejemplo de mejora global del sistema. Como ejemplo de pequeña escala está el caso de mi propio compañero de departamento. Los malos resultados en dos años consecutivos —2002 y 2003— en las pruebas de acceso a la universidad de sus alumnos le llevaron a un proceso de reflexión sobre su práctica docente que condujo a una mejora sustancial de sus resultados en los años siguientes. Podría relatar muchos casos, pero estos dos de tan diferente escala son suficientes para ilustrar lo que quiero decir. Ninguna evaluación interna detectó los problemas. Tuvo que hacerlo una evaluación externa —PISA o la selectividad—. Pues, curiosamente, las evaluaciones externas están muy mal vistas entre profesores, alumnos y familias.

El único proceso de evaluación externo a los centros, pero de ámbito interno del estado español fue, durante años, el de las pruebas de acceso a la universidad. No era el objeto de estas pruebas la evaluación del sistema, sino el permitir o no el acceso de los alumnos a matricularse en los centros de educación universitaria. Indirectamente y de forma secundaria funcionaron como control del sistema. Todos los centros conocíamos los resultados de nuestros alumnos y la comparación de ellos con el total de la comunidad autónoma. Como la selectividad existe desde 1974 y está perfectamente asumida, no genera apenas rechazo. Si se critica es más algún aspecto concreto como el examen de alguna materia algún año, o el horario, etc, que la propia existencia de las pruebas en sí. Cada centro y cada autoridad educativa puede extraer conclusiones y planificar acciones de mejora. Ciertamente,  la selectividad provoca preocupación y algún nivel de estrés en el alumnado que se juega cosas importantes, pero, como la mayoría dice, «es lo que hay» y más operativo que criticarla es prepararla. 

La LOE introdujo las llamadas evaluaciones de diagnóstico. Como la LOE es una ley del PSOE, el PP trató de boicotearlas. Consistían estas evaluaciones en unas pruebas sin consecuencias para los alumnos, que se desarrollaban en 4º de Primaria y en 2º de ESO. Se trataba de conocer las competencias adquiridas en relación con los objetivos de cada etapa. Todos habréis visto, como yo, que si los resultados de nuestros alumnos en esas pruebas eran malos, muchos profesores tendían a criticar la prueba. Matar al mensajero, es eso. La LOMCE, ley del PP, modificó esas evaluaciones de diagnóstico convirtiéndolas en lo que se llamó reválidas, pues tenían efectos académicos y se realizaban en 6º de Primaria y en 4º de ESO. De la de 6º de Primaria dependía la posibilidad de pasar o no a Secundaria y de la de 4º de ESO dependía obtener el título de graduado en Secundaria. Naturalmente, el PSOE y el resto de la izquierda le devolvió la jugada y las boicoteó. La oposición de los partidos de izquierda unido al malestar que esas reválidas provocó en alumnado y familias consiguió que el PP rectificara y les quitara el efecto académico dejándolas en lo que eran antes: de diagnóstico. Pese a ello, muchas familias siguieron boicoteándolas por la vía de hacer que el día de las pruebas sus hijos no fueran a clase. Es cierto que los efectos académicos de la primera versión de la LOMCE, eran muy duros, pero tengo para mí que el problema real era la falta de consenso político. Sea cual sea la opción presentada por un partido, los demás se opondrán aún entrando en contradicción con sus propuestas anteriores. Mientras tanto estamos dejando de obtener una información básica: ¿hasta qué punto alcanzan nuestros alumnos los objetivos previstos para cada nivel y etapa? Sencillamente, no lo sabemos. Solo sabemos lo que dicen los propios profesores de sus alumnos. Esta parte es imprescindible, claro, pero debe someterse a contraste. Las evaluaciones de diagnóstico eran un buen contraste, seguramente mejorable, pero un buen comienzo. La última etapa de la evaluación sometería a escrutinio no solo si los alumnos alcanzan los objetivos, sino si estos objetivos están adecuadamente planteados. Esto es lo que tratan de hacer las evaluaciones internacionales, por ejemplo, el informe PISA.

Los resultados de un proceso de evaluación solo pueden analizarse correctamente a la luz de los resultados de los demás procesos. Como he defendido en esta entrada, uno de los vicios del sistema es la santificación de la nota. Según argumenté, sencillamente esa nota deja de indicar un nivel de competencia. Cruzar los datos de una evaluación interna —las notas puestas por un profesor— con una evaluación externa —de diagnóstico o no— pondría en evidencia este vicio y podría corregirse. 

En esta línea, creo que la evaluación del profesorado por parte del alumnado tendría un gran efecto positivo. En primer lugar, porque a igualdad de otros factores, es mejor que el profesor esté bien considerado por sus alumnos. Si afrontamos el asunto con ánimo profesional y no con espíritu justiciero, tendríamos una valiosa herramienta para corregir fallos. En segundo lugar, y más importante aún, al cruzar los datos se detectan bolsas de un auténtico fraude que yo sostengo que es uno de los mayores problemas del sistema. Se trata del fraude de los populistas o demagogos. Profesores más preocupados por ser el mejor colega de sus alumnos que por enseñar. Si, reiteradamente, los resultados de la evaluación por parte de los alumnos es muy positivo y los resultados de la evaluación de las competencias de sus alumnos es muy negativo, hemos pillado al tramposo. Es cierto que al tramposo, la mayoría de las veces ya se le conoce, pero una cosa es presumirlo y otra confirmarlo con datos objetivos.

Este tramposo responde al perfil que seguramente habréis visto más de una vez en vuestros centros de, digamos, una Filomena, radical y airada partidaria del Anacleto de turno. Se pasa media clase cotilleando sobre otros profesores, generalmente criticándolos, otra cuarta parte de la clase frivolizando sobre variados asuntos en los que los adolescentes enseguida entran y la cuarta parte restante en la conserjería tomando datos o agotando al conserje. Suele ser bien considerada por la mayoría de los alumnos. Solo los más preocupados y lúcidos le descubren el truco. La mayoría prefieren cotillear que estudiar, digamos, el presente continuo, la república romana o el segundo principio de la dinámica. Tanto es así que Filomena evita como la peste dar clase en segundo de bachillerato, pues el año que lo dio, sus resultados la pusieron al descubierto.

Además de lo anterior, también se detectaría la situación contraria: profesores mal valorados por sus alumnos pero de resultados positivos en evaluaciones de competencias externas. Sospecho que esos profesores tendrían muy pocas dificultades para admitir la situación y tratar de remediarla. Otra cosa es que lo consiguieran, eso no parece tan fácil. Esta sería una tarea para que los orientadores, si sirvieran para algo, echaran una mano.

Finalmente, no cabe duda de que las opiniones emitidas por personas en vías de formación hay que tomarlas con precaución y amplitud de miras. Muchas de ellas tendrán un sesgo de venganza o de miedo o de otras emociones. Supongo que debe haber profesionales que sepan detectar estos sesgos. Estos profesionales deberían ser, creo, los pedagogos y los psicólogos. Pero una cosa es tardar en detectar o malinterpretar estos sesgos y otra cosa es renunciar a disponer de la valiosa información que esta evaluación proporcionaría.