jueves, 10 de enero de 2019

Empatía

El 16 de diciembre de 2018, Javier Marías publicaba esta columna en El País Semanal en la que criticaba el uso de ciertas palabras que se ponen de moda y que él no soporta. Una de ellas es empatía o empatizar. Dice Marías que leer una de esas palabras es suficiente para abandonar la lectura del libro o artículo que la contiene.
El 26 de diciembre se publicó en el Faro de Vigo este reportaje sobre los inconvenientes que los perros sueltos provocan a quienes usan el parque de Castrelos en Vigo para hacer deporte, específicamente los, innecesariamente, llamados runners. En el club de atletismo enlazado a la derecha de este blog se discutió sobre ello. El asunto preocupa a muchos atletas populares.
Finalmente, el 5 de enero de 2019, El País republicó un artículo original de febrero de 2018 titulado El 'síndrome del emperador', cuando tu hijo es un tirano
Tres aspectos de la misma cuestión, desde mi punto de vista. 

Sostiene Marías que la palabra es una mala traducción del inglés que ha sido admitida en el diccionario de la RAE dada su actual tendencia a admitirlo todo. Parece que tiene razón aunque solo en parte. El concepto de empatía, fijado por filósofos, sociólogos y psicólogos, es relativamente reciente: primeras décadas del siglo XX. Primero fue adoptado por psicólogos alemanes y, enseguida, por ingleses que crearon el término empathy deliberadamente basado en el griego ἐμπάθεια (empátheia) que significaba algo parecido a pasión o emoción y, por tanto, vecino pero no idéntico al concepto actual. Del inglés pasó al español. O sea, viene del griego pero indirectamente.
En cuanto a los otros dos artículos de prensa, creo que reflejan problemas bastante generalizados de falta de empatía.

Es cierto que la palabra se ha puesto de moda, pero no es una moda reciente. En mi entorno, la palabra apareció hace poco más de quince años y, desde entonces, no pasa un cuarto de hora sin que algún compañero la enarbole: «¡Hay que tener empatía» o «Fulano no tiene empatía», se oye con tanta frecuencia que llega a resultar cansino. Sin embargo, creo que la palabra es pertinente. Si no estoy equivocado, indica un proceso mental que es simultáneamente emocional y racional. Se trata de la capacidad emocional de sentir el dolor, sufrimiento u otras emociones —incluso positivas— de los demás y la decisión racional de observarlas, tenerlas en cuenta y comprenderlas. Conceptos próximos son la compasión, la solidaridad, el altruismo... pero no son exactamente lo mismo. La vieja idea de "ponerse en el lugar de los otros", creo que no tenía una palabra mejor que la de empatía para englobar todos los aspectos de la misma. Otra cosa distinta, de la que también se queja Marías, es la cada vez más abundante tendencia a sustituir el clásico "ponerse en su lugar" o "en su piel o "en su pellejo", por el exclusivamente inglés "ponerse en sus zapatos".

La palabra, digo, ha hecho fortuna entre los docentes y creo que el concepto asociado, también. Se trata de uno de esos valores indiscutibles que todos los profesores tratan de incluir de una manera u otra en su programación y en su práctica educativa. No creo que exista ningún profesor que considere que sea bueno no tener empatía o que pretenda transmitir como valor su falta, independientemente de la capacidad que tenga él mismo. Pero, a diario se repiten hechos como el de la noticia del Faro de Vigo. Buena parte de este tipo de conflictos tienen un componente de falta de empatía: un dueño de un perro que no es capaz de entender el sentimiento de miedo que el animal provoca en otras personas. Aparte del hecho objetivo, pero poco frecuente, de perros que muerden y hieren gravemente a caminantes o corredores, está la sensación de vulnerabilidad que se tiene cuando un perro desconocido, sobre todo si es de gran talla, se te enfrenta ladrando y mostrando su dentadura. Hay un tipo de dueño que solo piensa en su bienestar y el de su mascota y su pretendido derecho a llevarlo suelto y sin bozal. No piensa en los demás: no tiene empatía.
(Entre paréntesis, los perros no suelen ser un problema para mí. No tengo perro, ni quiero tenerlo, pero me gustan y, generalmente, se me dan bien.)

Creo que la empatía, la solidaridad y el respeto a los demás forman una buena base educativa para prevenir y evitar conflictos de todo tipo en los que haya cualquier componente de agresividad o violencia. Sin embargo, la transmisión de estos valores está fallando si atendemos a la frecuencia con que ocurren estos conflictos entre los que yo incluiría todo tipo de violencias, por ejemplo, la machista, el acoso laboral y el escolar, la derivada de intolerancias de raza o religión, la ejercida contra los indigentes, la agresividad asociada al tráfico automovilístico, etc.

Yo no tengo una solución para esto y, además, desconfío de aquellos que alardean de solucionar de un plumazo algún problema. Estos suelen ser poliédricos y la solución suele proceder de varias actuaciones coordinadas. Pero sí tengo opinión sobre algunos errores que como sociedad estamos cometiendo.

En primer lugar, la mejor manera de transmitir un valor, como educador, es con el ejemplo. De nada vale que des una impecable lección sobre, digamos, la puntualidad, con divertidas actividades para trabajarla, si eres impuntual y mañana llegas diez minutos tarde a clase. Pues con la empatía y el respeto a los demás, lo mismo. Nuestros alumnos de doce a dieciocho años tardan muy poco en percibir esa contradicción. Admitamos que en muchos institutos el respeto mutuo entre profesores está bastante deteriorado. Tanto es así, que allí donde no está tan deteriorado, enseguida se cuenta como un gran activo de ese centro.

En segundo lugar, la tendencia a vivir en una especie de dualidad paradójica de profesores, alumnos y de la sociedad en general. Vengo observando como después de décadas de conmemorar el día 25 de noviembre, día contra la violencia machista, muchos jóvenes que participan activamente y con entusiasmo en las actividades escolares programadas, no aprecian contradicción en controlar el teléfono móvil de su pareja o en admitir que su pareja les controle el teléfono móvil. Análoga dualidad se da en el asunto de la empatía. El alumno aprende a sostener una posición empática en las actividades en el colegio o en el instituto y diferente en otros contextos. Esta dualidad en todo tipo de valores es verdaderamente llamativa. En el artículo anterior mencioné el caso de una directora que daba lecciones de buen liderazgo por la mañana y cortaba las intervenciones discrepantes por la tarde. Esto es muy común. Os contaré otra anécdota que ilustra esta dualidad paradójica.

En un instituto, aquel año se encargaba de la biblioteca uno de los más fieles y radicales partidarios  del régimen del Anacleto de turno. Álex, nombre supuesto, presentó un proyecto de reglamento de uso de esa biblioteca. Entre otras cosas, el proyecto regulaba el uso de los ordenadores por parte de los alumnos. La propuesta de Álex era que los alumnos solo pudieran utilizar los ordenadores de la biblioteca para elaborar trabajos de clase y, siempre, presentando al responsable de la biblioteca el encargo por escrito firmado por el profesor que pedía el trabajo. El salvoconducto, se dio en llamarlo. Presenté objeciones de dos tipos. Uno: no me parece mal que un alumno en su tiempo libre —recreo, asignaturas convalidadas— utilice el ordenador para sus propios intereses. Basta con deshabilitar páginas inadecuadas, pornografía y esas cosas. La tecnología permite inutilizar esas páginas y, en todo caso, si el profesor advierte un contenido dudoso, puede tomar las medidas correspondientes. Todos los jóvenes tienen aficiones: desde la música hasta las carreras de motos, pasando por la literatura, el cine, el fútbol o la filatelia. La suerte en la era de internet es que te puedes documentar sobre todo. Yo siempre animé a que los jóvenes leyeran sobre aquello que les gusta. Si es el fútbol, cosa frecuente, que se interesen por algo más que el último peinado o tatuaje del último héroe. Por ejemplo: cuándo, cómo, dónde y por qué se fundó el equipo que admiras. Cuáles han sido sus figuras más relevantes, etc. Dos: conociendo a mis compañeros, lo del salvoconducto no iba a funcionar. Los profesores no se tomarían la molestia de cubrirlo, se limitarían a encargar el trabajo. Mis objeciones fueron recibidas con la ración habitual de agresividad por parte de Álex y otros miembros destacados del régimen. Todos se mostraron partidarios del uso exclusivo para trabajos escolares del ordenador y del salvoconducto. Sometido a votación el proyecto de Álex, este se aprobó con, por ejemplo, 65 votos a favor, cuatro en contra —los irreductibles— y quince abstenciones.

A los pocos días me toca estar en la biblioteca como responsable. Un alumno pide utilizar un ordenador pero no tiene salvoconducto. De hecho, no quiere elaborar un trabajo de clase sino que es para uso privado. Le digo que lo siento, pero que con las nuevas normas no es posible. El alumno se marcha entre cabizbajo y enfadado. La ayudante de Álex, allí presente, me hace saber que ningún profesor le pide el salvoconducto a los alumnos salvo yo. Entonces ¿qué hacen los 65 que votaron a favor del reglamento? «No lo piden», reitera. Minutos después llega Álex, sabiendo que un alumno no había podido utilizar el ordenador. La bronca que me echó es de las que hacen época. Me explicó, entre gritos, que el ordenador además de su función educativa cumple también una función de ocio y que no hay que ponerse tan estrictos con las normas. «Me rindo», pensé.

Siguiendo con la empatía, en tercer lugar se da un curioso fenómeno, relacionado con la dualidad paradójica pero algo diferente. La sociedad tiene tendencia a convertir en asignatura o, al menos, en contenidos transversales de varias asignaturas todo problema social de mayor o menor relevancia o toda cuestión de actualidad, sea problema o no. Que se recrudece la accidentalidad en el tráfico, asignatura de educación vial. Que se pone de moda el ajedrez, asignatura de ajedrez. Que no disminuye la ignorancia sexual de los jóvenes, asignatura de educación sexual. Que no disminuyen los estereotipos sexuales: coeducación. ¡Ojo! no digo que sea malo. Pero el fenómeno al que me refiero lo ilustró magistralmente Monty Pithon en su película El sentido de la vida en 1983 en esta escena:

En ella vemos una clase de educación sexual con sexo en directo. Los alumnos se aburren y desconectan, se distraen con cualquier cosa. Todo aquello que se convierte en contenido curricular sufre, repentinamente, una pérdida de interés para los adolescentes. Esta pérdida de interés es algo que hay que tener en cuenta para combatirla con las herramientas educativas a nuestro alcance: metodología, secuenciación, temporalización, selección de actividades más atractivas, sistema de evaluación, etc.

En cuarto y último lugar, hay que tener en cuenta que la educación en valores y actitudes tiene lugar, primero en el hogar y después en la escuela. Pero en la edad adolescente, todavía más influyente es la educación en la pandilla. Y en esta manda el líder, la persona —chico o chica— alfa. Pues bien, desde hace décadas, la educación en el hogar está dando lugar a lo que explica el tercer artículo de prensa que he citado, el del síndrome del emperador tirano. «El número de casos no deja de aumentar», dice el artículo. Es la antiempatía en estado puro. La escuela tiene muy poco que hacer contra esta educación en el hogar. Máxime en la actual situación de descrédito del profesorado y de falta de apoyo generalizado por parte de las familias. Hay una imagen muy popular en los tablones de anuncios de las salas de profesores:

La coherencia profesorado-familias se ha sustituido por la defensa a ultranza de los hijos —"yo por mi hijo, mato"—. El niño se acostumbra a no ser nunca contrariado y, en muchos casos, deriva en el emperador tirano del artículo. Muchos de estos chicos, si además tienen cierto carisma, desparpajo, gracia, osadía, encanto natural o fuerza física serán los líderes de las pandillas. Sus amigos tenderán a imitarlos. La falta de empatía es consustancial con ellos. Contra esta influencia, la escuela está en inferioridad de condiciones si, además, ha perdido el apoyo de las familias.