sábado, 30 de junio de 2018

Educación en valores

El 26 de junio de 2018, uno de mis últimos días de trabajo, subía las escaleras de acceso a la primera planta con esa sensación inevitable de fin de etapa. Trataba de archivar en mi mala memoria el máximo de detalles de los pasillos, aulas y otras dependencias. Al llegar arriba, me encontré con tres o cuatro personas sentadas en las escaleras. Eran aspirantes a alguna plaza de profesor de Enseñanza Primaria de uno de los tres tribunales de oposición que tenían su sede en el instituto, esperando a ser llamados para realizar su ejercicio. Gente joven pero no adolescente, alguno pasaba, seguro, de los 30 años. Dificultaban el paso, pero eso no es lo más importante. Mi primera sensación fue de desagrado; a continuación, pensé: «para lo que me queda en el convento, mejor me callo». Me callé y me metí en mi departamento.
Lo cierto es que no me quedé tranquilo y le seguí dando vueltas al asunto. Los pasillos estaban, precisamente, llenos de mesas y sillas puestas allí para la primera fase de esas oposiciones. Desde ellas se tenía vista directa del aula donde estaba teniendo lugar la prueba. De hecho, no tenían esa visión los que estaban sentados en las escaleras. Otros opositores esperaban su turno en esas sillas, que se encontraban a no más de cuatro metros del aula mencionada. Así que ninguna razón de carácter práctico justificaba que estuvieran en las escaleras. Pero es que, además, un claro y evidente cartel estaba a un palmo de sus cabezas. El cartel rezaba: «Prohibido sentarse en las escaleras».
De modo que, cuando tuve que volver a bajar les dije que tenían sitio de sobra para sentarse en las sillas y que así estarían mejor. Además, les señalé el cartel. Por supuesto, no me hicieron el menor caso. Cosa de viejos maniáticos, debieron de pensar. Poco después tuve que volver a pasar, les hice notar la mala imagen que estaban dando y no pude evitar añadir: «Y vosotros queréis ser educadores. ¡¿Qué educación vais a dar?!». Ahí ya debieron de confirmar su diagnóstico anterior: ¡viejo maniático! O facha, o amargado, o algo así. Ellos seguro que se tienen por jóvenes dinámicos, modernos, tolerantes y sobradamente preparados.
Durante este curso, la costumbre de sentarse en las escaleras o en el suelo por los pasillos ha dado algunos problemas. La vicedirectora me contó cómo un par de alumnas de ¡Imagen Personal! estaban, no ya sentadas, sino tumbadas en el pasillo. Les ordenó levantarse y se negaron. Exigieron conocer en qué punto de las normas de convivencia del instituto dice que no puedan estar tiradas por el pasillo. Lo cierto es que las normas dicen que no pueden sentarse en los pasillos o escaleras, pero no estaba previsto el caso de que a alguien se le ocurriera tumbarse. La vicedirectora tuvo que recurrir a toda su autoridad para hacerse respetar y obedecer.
La educación en valores ha experimentado un enorme avance en los casi cuarenta años de mi carrera profesional. La no discriminación por razón de origen social, económico, étnico, nacional, de sexo o de opción sexual, la integración de las distintas capacidades, el cuidado en no reproducir estereotipos de género... son todos valores en los que la sociedad ha avanzado y, con ella, la educación. Se ha recorrido un largo camino, aunque, evidentemente, aun queda mucha faena. Sin embargo, en este otro tipo de valores que incluyen el respeto al mayor o al profesor, pero también el respeto a uno mismo, el celo por la propia imagen, la cortesía... aquello que en otros tiempos se consideraba buena educación por contraste con la mala educación: la puntualidad, ceder el paso en una puerta, ceder el asiento en el autobús, pedir las cosas por favor, dar las gracias... , en esto no hemos avanzado nada. No creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, la cosa era más o menos parecida hace quince, veinte o treinta años. En 1982, siendo yo un joven e inexperto jefe de estudios, se me ocurrió reprocharle a un alumno que estuviera con su moto metiendo ruido, impidiendo el normal desarrollo de las clases, en un lugar en que no podía estar ningún tipo de vehículo. Su respuesta fue: «Ábrete de ahí, tío». Me golpeó con la rueda de la moto y me tiró al suelo. Ya se ve que la cosa no es de ahora.
La cosa no es de ahora, no, pero creo que se ha ido reforzando en estos años. ¿Cómo puede un profesor o profesora transmitir el valor de la puntualidad si llega sistemáticamente tarde a su clase diez minutos o más? Y así durante veinte o treinta años, ignorando los continuos avisos de la jefatura de estudios. ¿Cómo puedes transmitir el valor del respeto a los demás y la cortesía en las formas si dejas el coche, sistemáticamente, mal aparcado interrumpiendo el paso de los vehículos del resto de los profesores? Y, además, teniendo un aparcamiento extra semivacío. ¿Qué valores transmites si te pasas media clase, sistemáticamente, de palique o de cotilleo en la conserjería, dándole la lata a los conserjes que ya no saben como librarse de esa tortura? ¿Qué valores crees que transmites cuando dedicas otra media clase a hablar -mal, generalmente- de otros profesores? ¿Y si insultas o gritas a otro profesor en presencia de alumnos? ¿O cuando insultas a los alumnos?
Hace unos veinte años, un grupo de profesores discutíamos de estos asuntos de la educación en valores y de cómo incluirlos como actividades curriculares y evaluables. Una profesora de Peluquería y Estética, mostrando cierto hartazgo dijo: «yo llevo educando en valores toda mi vida». Lo decía después de haber estado durante toda la charla mascando chicle a dos carrillos, abriendo la boca y haciendo toda clase de ruidos de masticación. «¡Qué valores serán esos!», pensé.
Hace algo menos, unos doce años, un jefe de estudios me transmitió cierta información normativa. Me atuve a ella y actué en consecuencia. La información resultó ser falsa y también resultó que el jefe de estudios sabía que era falsa. Cuando se lo reproché me soltó: «tu obligación era desconfiar de lo que te decía». Sin comentarios.
En mi opinión, hay que remontarse a los últimos años de la dictadura, la transición y la primera democracia. Digamos, desde 1973 a 1982. En esa década llegaron a la enseñanza muchos profesores jóvenes y progresistas. Yo soy uno de ellos, pues empecé en 1979. Estas generaciones de profesores hicieron -hicimos- bandera de una forma de ver las cosas, totalmente opuesta a lo que era normal cuando nosotros mismos estudiamos el bachillerato o la carrera. Nos educamos en dictadura y quisimos educar en democracia. Quisimos sustituir la razón de la fuerza por la fuerza de la razón. Propósito ejemplar y muy loable, pero nos pasamos. Todo lo que oliera a autoridad, incluyendo la autoridad del profesor, fue denostado. Se introdujo un igualitarismo, erróneo, que colocaba a ignorantes, ineducados y violentos en un plano de igualdad con los sabios, educados y civilizados. Esta actitud era mayoritaria entonces -soy culpable- y se ha transmitido a las siguientes generaciones reforzándose. Los profesores actuales son nuestros hijos académicos -personas a las que les hemos dado clase nosotros- o, incluso nuestros nietos académicos -personas a las que les han dado clase otras personas que habían sido nuestros alumnos-.
Es natural que un joven de 25 o 30 años se sorprenda de que un viejo le llame la atención por estar sentado en las escaleras de un instituto, interrumpiendo el paso y debajo de un cartel que dice «Prohibido sentarse en las escaleras». Yo mismo u otro como yo lo hemos educado así. Diré, en mi descargo, que me he ido corrigiendo con los años.