lunes, 16 de noviembre de 2020

Eppur si muove

El caso Galileo tal vez no haya sido tan sencillo como pensamos. Muchos autores, especialmente si son católicos, como el físico, filósofo y sacerdote del Opus Dei, Mariano Artigas, ─El caso Galileo. Mito y realidad, Ediciones Encuentro, Madrid, 2009─, sostienen que el proceso a Galileo no buscaba condenar el heliocentrismo como enseñanza herética ni obligarle a retractarse de sus ideas, sino conciliar la verdad de la ciencia con la verdad de la fe. Por otro lado, las palabras supuestamente pronunciadas por Galileo «eppur si muove» puede que no sean más que una leyenda. Aun así, se trata de un caso paradigmático de cómo la religión y, específicamente, la religión católica ha supuesto un obstáculo para el avance de la ciencia. Tanto más obstáculo cuanto más fuerza e influencia en la gente tuviera la jerarquía religiosa.

Según las actas del proceso, que el propio Artigas cita en su obra, los argumentos de los inquisidores contra Galileo eran básicamente los siguientes: no existen evidencias científicas incontestables a favor del heliocentrismo frente al geocentrismo y, por otro lado, va contra las escrituras. Por tanto, Galileo ha de abstenerse de difundir esa teoría.

Aunque hubo antecedentes clásicos, la teoría heliocéntrica fue propuesta por Copérnico en 1543 ─en su obra Sobre las revoluciones de las órbitas celestes─ y, por tanto, unos 70 años antes del primer proceso a Galileo. En ausencia de pruebas empíricas a favor de uno u otro modelo, el heliocéntrico representaba una enorme ventaja por su sencillez matemática que permitía hacer los estudios y las predicciones astronómicas con mucho menos esfuerzo. Por esta razón, fue adoptado por muchos astrónomos, incluso católicos, como útil herramienta. Muchos vivían una especie de dualidad, creían en el geocentrismo por encajar mejor en la ortodoxia católica, pero utilizaban el heliocentrismo profesionalmente. Hay que decir que, en general, las predicciones basadas en el modelo geocéntrico eran tan buenas como las otras, solo que más laboriosas.

Galileo defiende y enseña el modelo heliocéntrico como una representación real del universo. En su apoyo, presenta "pruebas": las fases de la Luna, las mareas, el descubrimiento de cuatro satélites de Júpiter ─Ío, Europa, Calixto y Ganimedes, llamados satélites galileanos─. Es cierto que estas "pruebas" no son definitivas. Esto y la Biblia llevaron a su condena. Galileo fue procesado dos veces, en 1616 y en 1633. En el primer proceso, se le prohibió difundir la teoría de Copérnico al incluir su obra en el índice de libros prohibidos, en el que estuvo algo más de dos siglos. En el segundo, después de abjurar, fue condenado a una especie de arresto domiciliario blando, en atención a su prestigio, su edad y su sorprendente amistad con el papa. 

Pero el avance de la ciencia es inexorable. Las tres leyes de Kepler, de la misma época del proceso a Galileo, suponen otro poderoso argumento a favor del heliocentrismo. Finalmente, Newton, nacido el mismo año del fallecimiento de Galileo, 1642, con su teoría de la gravedad, zanja definitivamente la cuestión antes de que terminara el siglo XVII. En 1992, el papa Juan Pablo II pidió perdón por la condena y rehabilitó a Galileo. Solo habían pasado 359 años desde 1633. 

Durante años he tenido que moverme con pies de plomo para no ofender ni escandalizar a los alumnos, adolescentes, que pudieran tener convicciones religiosas potentes, pero transmitiendo una idea indiscutible. La historia de la ciencia y de la religión están íntimamente relacionadas. Según aumentaban las competencias de una, disminuían las de la otra. Cada avance de la ciencia implica llevar la actuación de Dios más atrás. Actualmente, los científicos creyentes sitúan a Dios en el Big Bang. Después todo vino "rodado".

Aparte del caso Galileo, otro caso paradigmático es el del darwinismo. Una excelente película de 1960, La herencia del viento, protagonizada por Spencer Tracy y dirigida por Stanley Kramer, narra un caso ocurrido en 1925 en el estado norteamericano de Tennessee, en el que se juzgaba a  un profesor de biología por enseñar la teoría de la evolución de las especies, en un contexto en el que las autoridades civiles y religiosas defendían el creacionismo. Dejando aparte la interpretación de la película en relación con la llamada caza de brujas de McCarthy, es evidente que la sociedad estadounidense de 1960 consideraba una aberración histórica la defensa del creacionismo. Mi profesor de Religión en el colegio, durante el final de los sesenta y los primeros setenta, hacía un esfuerzo por conciliar la evolución de las especies con la fe católica explicando que, en cierto momento de la evolución de los homínidos, Dios les sopló el alma. Durante los años 80, 90, 2000 y 2010, esas polémicas parecían, en España, ridículas. La iglesia católica no discutía con la ciencia estas cuestiones.

De alguna manera, los aficionados al pensamiento mágico estaban agazapados. Pero han vuelto. Para mí se hicieron más visibles a partir de la presidencia de George W. Bush (2001-2009). En esa época comenzaron a llegar las noticias según las cuales en algunos estados se obligó a incluir en las escuelas tantas horas de creacionismo como de darwinismo. Siguieron los que negaban la llegada a la Luna y los que se oponen a las vacunas, entre otras cosas. Resulta desconcertante que, según algunas encuestas, alrededor de un 20 % de los estadounidenses creen que el Sol da vueltas en torno a la Tierra. No se trata solo de granjeros ignorantes y semiembrutecidos de Oklahoma que, rifle al hombro, ven salir el sol por el este y ponerse por el oeste y sacan precipitadas conclusiones. Más desconcertante aún es la fuerza que está tomando en EEUU y en Europa el movimiento de los terraplanistas. En España existe ¡un equipo de fútbol! de tercera división llamado Flat Earth FC que defiende que la Tierra es plana. 

Paralelamente, proliferan los aficionados a medicinas mágicas como la histórica brujería de Galicia, la acupuntura o la homeopatía. (Entre paréntesis, para los que no tenéis claro qué disciplinas son falsas ciencias, os recomiendo la lectura de las obras de Mario Bunge, nacido en Argentina, profesor de Física Teórica y de Filosofía de la Ciencia en varias universidades norteamericanas y fallecido en febrero de 2020 a los cien años de edad. Bunge explica qué debe cumplir una disciplina para ser considerada auténtica ciencia. Considera pseudociencia, incluso, el psicoanálisis. También os recomiendo El mundo y sus demonios, de Carl Sagan, o la colección ¡Vaya timo! editada en colaboración con la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, SAPC).

No tengo datos, pero apostaría que los creacionistas, los terraplanistas, los antivacunas, los que niegan la llegada a la Luna, los partidarios de la homeopatía y los que niegan el cambio climático son básicamente los mismos.

Durante años comenzaba el curso de 3º de la ESO con ciertas actividades que tenían por objetivo detectar las creencias del alumnado en diversas pseudociencias y magias. La quiromancia, la cartomancia, en particular el tarot, la rabdomancia, el reiki, la curación con imanes, la astrología, etc., no solo gozan de extraordinaria salud, sino que van aumentando su número de adeptos. Muchos alumnos decían tener una abuela, un vecino, un pariente con propiedades mágicas. Mientras, se mostraban escépticos con la constitución de la materia o el tamaño del universo que se les explica. En su descargo diré que la Física y Química de 3º de ESO era el primer contacto serio con estas ciencias.

Pero lo que puede observarse con ternura en un adolescente, resulta imperdonable en un adulto culto. ¿Cómo puede considerarse seriamente una técnica basada en una supuesta medicina china que no se ha actualizado en los últimos 3000 años? Ni siquiera conocían la anatomía humana con sus órganos y su fisiología y llegaban a inventar algunos órganos inexistentes. ¿Cómo puede defenderse una terapia creada en el siglo XVIII, antes de los sucesivos despegues de la química, la física, la medicina o la farmacología? Y además, pretende que cuánto más diluido es el remedio, más eficaz será este, aún en el caso de que el tal remedio no contenga ni una sola molécula del principio activo. Por cierto, la teoría atómico-molecular fue establecida originalmente entre 15 y 20 años después de la homeopatía, pero sus defensores no rectifican. Algunas universidades españolas han contribuido a la confusión permitiendo que en sus aulas se hablara de acupuntura u homeopatía. La mayoría, si no todas, han rectificado. También ha rectificado la OMS.

En los últimos años han proliferado los negacionistas del cambio climático. Es agotador buscar para cada nueva falacia la evidencia que la desmonta. Un profesor de ciencias de instituto está, naturalmente, limitado a la hora de acceder a las fuentes experimentales de conocimiento. Recuerdo haber sostenido una larga discusión sobre el cambio climático en un foro de internet. Mientras yo me empapaba de artículos en revistas científicas, casi siempre en inglés, lo que me exige un esfuerzo extra, mis oponentes citaban a las estrellas del negacionismo como cierto licenciado en Geografía e Historia cuyo nombre me alegro de haber olvidado. El argumento más potente que esgrimían para defender que se trataba de una conspiración de los poderosos era el descubrimiento de unos correos electrónicos intercambiados entre miembros del Panel Intergubernamental del Cambio Climatico en los que unos miembros presionaban a otros para apoyar la declaración final. Que la declaración final fuera consistente o no, nada importaba. Y que entre los negacionistas del cambio climático estuvieran George W. Bush, José Mª Aznar o las llamadas Seven Sisters, las siete compañías del petróleo más fuertes del mundo no les hacía desdecirse de su creencia de que se trataba de una conspiración de los poderosos.

Igual que es absurdo pretender que los alumnos vayan reconstruyendo por sí mismos la historia de la ciencia en una metodología por descubrimiento, también es absurdo que cada adulto, por su cuenta, acceda a las evidencias experimentales que soportan esta o aquella disciplina. La inmensa mayoría no tendrían la preparación necesaria para interpretar adecuadamente los datos y nadie tendría el tiempo para ello. Interpelados algunos investigadores de estos asuntos polémicos sobre por qué no dedican parte de su tiempo a dar a conocer al gran público sus investigaciones, responden que, precisamente, no tienen tiempo o si lo tienen, prefieren dedicarlo a la investigación y no a discutir con profanos o con charlatanes. Esto deja a la ciencia, creo yo, en inferioridad de condiciones, pues a los charlatanes y aficionados a las conspiraciones les sobra el tiempo y el entusiasmo.

A falta de pruebas definitivas, se aprecia una correlación entre el abandono del aprendizaje basado en el conocimiento, del que hablaba en el artículo anterior y el aumento de los adeptos a pseudociencias y teorías conspiranoicas. Puede parecer una paradoja que la condena de la memoria y del esfuerzo en beneficio ─supuestamente─, de la creatividad, el espíritu crítico y la autonomía haya producido individuos cada vez más crédulos y menos creativos y autónomos, dispuestos a seguir al primer charlatán que se cruce en sus vidas.

He escrito en otros artículos que creo firmemente que todos los profesores somos profesores de lengua. La competencia lectoescritora es tarea de todos, no solo de los profesores de las disciplinas lingüísticas y así he procurado ejercer con mejor o peor éxito. Análogamente, creo que todos los profesores son profesores de ciencias en cierto sentido. En el sentido de defender el método científico frente a las creencias mágicas y pseudocientíficas. La lingüística, la geografía y la historia comparten más de lo que parece el método de trabajo científico. En todos los casos, cualquier hipótesis ha de contrastarse con los datos. Esta es la clave de la ciencia en palabras de Bunge y de la mayoría de estudiosos del método científico.

Tan criticable es un profesor de física escribiendo fisica en vez de física o burlándose del Quijote como si fuera una novelita de vaqueros irrelevante para la vida ─¿para qué sirve leer el Quijote?, dicen─, como un profesor de letras defendiendo la quiromancia o el tarot.



domingo, 1 de noviembre de 2020

La escuela no es un parque de atracciones

Este es el título de la última obra ─la primera edición es de marzo de 2020─  de Gregorio Luri, filósofo y pedagogo. El subtítulo aclara: «Una defensa del conocimiento poderoso». Ya he citado otras veces a Luri. Conviene saber que ha sido maestro de primaria, profesor de secundaria y de universidad. La obra es una defensa de la pedagogía basada en el conocimiento frente a las supuestas innovaciones pedagógicas modernas.

Desde su punto de vista, el objetivo de una buena educación es «reducir en el menor tiempo posible la distancia entre la ignorancia y el conocimiento poderoso», frente a la concepción actual basada en que el alumno construya su propio conocimiento a partir de sus intereses y mediante tareas que, presuntamente, fomentan la creatividad, el descubrimiento y el espíritu crítico. Directamente, considera este planteamiento un fracaso y un fraude. Su posición es ciertamente polémica y chocará con las ideas o las experiencias de muchos profesores. Precisamente por eso hay que leerlo, si alardeamos de espíritu crítico. No os sorprenderá que yo esté de acuerdo con gran parte de lo que dice. Muchas de las ideas que defiende en su obra coinciden notablemente con las que yo vengo exponiendo en este blog. Solo que él escribe mejor. 

Entre otras cosas, señala que el conocimiento es un derecho de todos los alumnos. Estos necesitan buenos profesores y no pedagogos románticos. Los estudiantes procedentes de entornos más desfavorecidos sufren más la situación actual de la escuela. Los niños ricos, dice, tienen otras posibilidades aparte de la escuela. Al igual que yo, defiende la memoria como una capacidad y herramienta imprescindible en la educación. Es más, no es posible no usar la memoria. No cabe ningún tipo de aprendizaje, ni de competencias ni de conocimientos, que no utilice la memoria. Dos tipos de memoria, de hecho, la memoria de trabajo y la memoria a largo plazo. A la habitual crítica de que hoy en día la información está en internet y lo que importa no es el conocimiento sino el uso de ese conocimiento en forma de competencias, responde que en internet no hay conocimiento, sino datos. Es el proceso de esos datos, que corresponde al alumno entrenado, lo que los convierte en conocimiento. Dicen los defensores de la pedagogía antimemorística que si alguien necesita la fecha de nacimiento de Mozart, la podrá obtener en segundos en su dispositivo electrónico. A esto, él y yo, ─discúlpeseme la vanidad─ respondemos que para ello hacen falta dos requisitos previos que solo proporciona una educación basada en el conocimiento poderoso: primero, saber que existe Mozart; segundo, tener interés en Mozart.

Defiende que para que el trabajo escolar sea de provecho se necesita cierto grado de disciplina. Todos sabemos, o creo yo que debemos saber, que el ruido y el desorden no crean el mejor ambiente de trabajo. «Hoy en día es más fácil encontrar a un profesor angustiado delante de un grupo de alumnos caprichosos que a un alumno angustiado delante de un profesor autoritario». Amén. Otra cosa es que el profesor quiera reconocerlo. «Yo no tengo ningún problema», dicen muchos y mienten. Tienen tanto o más miedo a la falta de apoyo de directivas y padres que al grupo conflictivo en sí. Temen quedar en evidencia como malos profesores incapaces de motivar a sus alumnos.

Una anécdota  propia ilustra, a mi entender, la situación a que se ha llegado en este asunto. Siendo yo director, tuve conocimiento de que un grupo de alumnos se dedicaba a burlarse y ofender gravemente en sus redes sociales a cierta profesora de carácter, digamos, débil. En aquella época muchos alumnos no acababan de entender que todo aquello que publicaban en internet dejaba de ser privado y se convertía en público. Eventualmente, podrían estar cometiendo un delito. Naturalmente, intervine en defensa de la profesora logrando que borraran esos comentarios. Antes de decidir abrir un expediente o hacer una propuesta de sanción, consulté con la profesora implicada y esta me pidió, al borde del llanto, que no hiciera nada. Tenía pánico a que el caso trascendiera más allá del círculo de alumnos implicados. El hecho de que los comentarios hubieran estado ya cierto tiempo en abierto en la red, pudiendo haber llegado a un público amplio, no la hizo cambiar de idea.

Luri defiende, también, los deberes. Cita el informe PISA de 2018. «La evidencia muestra que hay una relación positiva entre la realización de tareas escolares en casa y el rendimiento académico». Idea que califica de obviedad. Otra cita demoledora para los defensores de la metodología presuntamente innovadora frente a la basada en el conocimiento: «Solo el 8,7% de los jóvenes españoles saben distinguir entre un dato y una opinión». Hablando de innovadores, sostiene que el 55,7% de los innovadores de verdad tienen un doctorado. Es decir, una larga trayectoria de trabajo y esfuerzo.

En los primeros informes PISA, el campeón europeo fue Finlandia. En los últimos años, este país ha entrado en un continuado declive. El nuevo campeón es Estonia. Casualmente, Finlandia ha hecho evolucionar su sistema educativo para alcanzar «una escuela activa, experiencial (sic), lúdica, creativa y centrada en el alumno»  frente a un modelo más centrado en la autodisciplina y el conocimiento, propio de los países orientales y que, mira por dónde, es el preferido por Estonia.

En general, Luri desconfía de la innovación por la innovación. Sostiene que estas se van sucediendo sin dejar apenas poso. Su metodología ideal es aquella en que el profesor dirige el proceso de aprendizaje, recibe continuamente retroalimentación ─él díce feedback─ del alumnado y el error tiene un importante uso pedagógico. Según él, esto es la evaluación continua de toda la vida. Yo he utilizado la mayoría de las innovaciones de las que me he enterado, clase invertida ─flipped classroom, por usar el anglicismo─ aprendizaje basado en juegos ─gamificación─, aprendizaje por proyectos, interpretación de papeles en juegos de debate, aprendizaje por descubrimiento, etc. De acuerdo con mi experiencia, estas metodologías sirven en algunos niveles y no en otros. Y, sobre todo, son útiles cuando son novedosas. Es decir, se benefician del hecho de romper la rutina habitual, pero su rentabilidad decae cuando ellas mismas se convierten en rutina. Además, su utilidad es mayor en términos de motivación que en términos de rendimiento o mejora del aprendizaje. 

Termino con algo que el autor cuenta más bien al principio del libro, pero que para mí resume dónde estamos unos y otros. Un secretario de estado de Educación, en una conferencia, dice que los profesores están tan metidos en su papel de Hamlet que no se han dado cuenta de que les han cambiado el decorado y que, en lugar del castillo de Elsinor, tienen un McDonalds. Los asistentes asienten entusiasmados. Hamlet apesta, piensan. Luri se pregunta, ¿hay más vida en un restaurante de comida rápida que en Hamlet? ¿A qué van los niños a la escuela, a encontrar el camino hasta Shakespeare o hasta una hamburguesería? Por cierto, que pueden parar a tomar una hamburguesa de camino a Elsinor. Pero Hamlet representa una sensibilidad lingüística, psicológica, estética y moral que no se encuentra en un fast-food. De nuevo, amén.

Aunque sea para no estar de acuerdo, es una lectura imprescindible.