lunes, 1 de abril de 2019

Hoy voy a ser positivo

Algunas de las personas que se toman la molestia de leer estas reflexiones me han hecho saber que encuentran cierto tono negativo en las mismas. Se trata de personas a las que aprecio y, como coinciden varias, he de pensar que la indicación es acertada. No es mi intención resultar negativo, como tampoco lo es resultar positivo. Sí lo es argumentar de modo realista, crítico y escéptico. Realista, porque mis opiniones están basadas en hechos reales, frecuentemente repetidos y que, creo, configuran tendencias o arquetipos. Crítico, porque solo con espíritu crítico al señalar vicios, defectos y los mencionados arquetipos, las cosas pueden mejorar. Escéptico, porque he visto mucha impostura y charlatanería. Creo que el funcionamiento general de la enseñanza, sobre todo la pública, tiene un gran margen de mejora que, necesariamente, pasa por denunciar estos defectos. 

De todos modos, y a petición de una parte de mi amable público, hoy voy a ser positivo. Con cierto miedo de caer en la ñoñería, por lo que pido disculpas, trataré de señalar algunos aspectos positivos de esta profesión. Para empezar, aclaro que no he sido lo que se llama un profesor vocacional. De hecho, la expresión me parece algo cursi, con perdón. Relaciono, puede que cayendo en cierto prejuicio, la vocación con los curas, monjes y monjas de las misiones en África y Asia. Siempre preferí considerarme profesional; al menos esta fue mi aspiración. Terminé mi carrera de Ciencias Químicas en un momento —1979— en que el empleo en la industria química estaba bajo mínimos. Tuve alguna oferta de trabajo en el mundo de la investigación que resultaba forzada y precaria, así que, como la mayor parte de mis compañeros de promoción, acabé en la enseñanza como último recurso, por un lado, y como mejor opción laboral, por el otro. Cuento esto para explicar que mi relación con la enseñanza no incluye ese componente medio místico de la vocación, pero por mi forma de ser y por mi educación, sí incluye el deseo de hacer aquello por lo que me pagan lo mejor que pueda. Esto condiciona mi visión de qué es positivo en esta tarea.

Por lo que respecta a la organización general de la educación, ya he mencionado que viví como un gran avance la extensión de la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años. Ese es, tal vez, el mejor legado de la controvertida LOGSE —Ley Orgánica General del Sistema Educativo, de 1990—. Otra cosa con lo que soy más crítico es que esa extensión se concrete en la ESO, etapa que creo que ha fracasado y que, sin embargo, parece bastante consolidada. Por otro lado, quizá sería hora de considerar la extensión de la enseñanza obligatoria hasta la mayoría de edad, es decir, hasta los dieciocho años, como sucede en Portugal, sin que eso signifique que sea la misma enseñanza para todos. Dentro del corpus de teoría pedagógica que inspiró la LOGSE, —el constructivismo—, fue para mi un gran avance el tratamiento del error. Veo ahí, más que en otros aspectos, la principal novedad de la pedagogía moderna frente a la antigua. Entendiendo por moderna la que se inició a finales del siglo XX y que se desarrolla y perfecciona en el XXI, frente a la de raíces decimonónicas que se extendió hasta bien avanzado el siglo XX. La forma de tratar el error es una clave para personalizar la enseñanza y atender a los auténticos intereses del alumno. Desde luego que no es la única, pero es de las principales. Para los no iniciados, aclaro que dentro de la pedagogía constructivista, uno de los factores claves del proceso de aprendizaje es lo que el alumno ya sabe y, en general, lo que ya sabe está afectado de errores. El choque con estos errores permite un aprendizaje real, llamado aprendizaje significativo, al provocar en el alumno un conflicto de ideas. En esta visión, no se reprocha ni se afea el error al alumno, sino que se aprovecha como elemento de mejora. Naturalmente, he simplificado las cosas, pero va por ahí.

En cuanto a las personas que me he encontrado en estos años, he hablado de los Anacletos y sus partidarios y de ciertos inspectores. Creo que corresponden a modelos que muchos habréis identificado en vuestra propia experiencia. Estos personajes han sido muy dañinos. Creo que todos reconocerán esto, por eso es casi una obligación ética denunciarlos. Para mí es un motivo de satisfacción que la gente que me conoce sepa que no he sido cómplice, ni siquiera por omisión —formando parte de la mayoría silenciosa—, de los Anacletos que me ha tocado soportar. Ese es el lado positivo de mi relación con ellos. Las consecuencias negativas que me he ganado las tomo como condecoraciones. Ante elementos como esos, no se puede ser neutral. Por supuesto que ha habido muchas otras personas a los que ha merecido la pena conocer. Permitidme que, por pudor, deje de lado aquellos que conocí en la profesión y que acabaron convirtiéndose en personas fundamentales en mi vida. Sí puedo, sin embargo, reconocer la valía de, por ejemplo, aquella profesora de Enseñanza Infantil, en las antípodas de mi propio estilo: monja, vocacional, muy creyente, que enseñó a leer a sus niños con amor y eficacia durante décadas. O esa profesora de Lengua, que tras unas gafas de culo de vaso y una dicción... peculiar, esconde una de la personas más competentes, innovadoras y entusiastas que he conocido, víctima ella misma de más de un Anacleto. O el profesor de Física y Química, un par de años mayor que yo que, sin darse importancia, desde la nada y solo con la ayuda de unos pocos colegas, fundó y dinamizó la asociación de profesores a la que pertenecí, y en cuanto la vio consolidada, se echó a un lado. O esos profesores y profesoras que, a su condición de buenos profesionales y buenas personas, añaden una gran erudición en su materia y una gran sabiduría, no solo científica. De estos he conocido varios que sería largo enumerar. Se suele considerar que el conocimiento profundo de la materia que impartimos no es necesario para el buen ejercicio de la profesión. Yo creo que, al menos en la Enseñanza Secundaria, sí es un buen factor. Creo que no se puede apreciar adecuadamente un área del saber sin un vasto conocimiento de la misma. En mi opinión, cuanto más sabes de algo, más te gusta y, por tanto, mejor lo transmites. También están aquellos otros que pasaban desapercibidos por su gran discreción y que, nombrados cargos directivos por orden de antigüedad en el centro en la época en que nadie quería serlo, dieron una lección de tolerancia y humildad —no siempre de eficacia, hay que reconocerlo—, ganándose la simpatía de todos, excepto de los Anacletos y sus cavernas, a los que dejaban en evidencia. Y, por fin, los autores de genialidades expresivas como el "bálsamo de aceite" para referirse a un claustro pacificado; "don Fulano llegará puntualmente retrasado", que decía otro, etc.

Además de a otros docentes, he tenido la oportunidad de conocer e, incluso, de charlar brevemente con personas de gran relevancia intelectual, científica, política o social a los que, seguramente, no hubiera conocido de no ser por mi condición de profesor o por pertenecer a la asociación ENCIGA —Ensinantes de Ciencias de Galicia— o por mi etapa sindical. Entre ellos recuerdo especialmente a  Gustavo Bueno, una autoridad en filosofía de la ciencia;  Ángel (Anxo) Carracedo, referente mundial en biología molecular y en medicina forense y persona de una impresionante estatura ética. También tuve la suerte de compartir algunos minutos con personajes de la talla de Nicolás Redondo —el padre, el líder histórico de la UGT— o Alfredo Pérez Rubalcaba en su época de Ministro de Educación en un gobierno de Felipe González.

Finalmente, por lo que respecta al contacto con el alumnado, yo, como todo el mundo, he tenido mi porcentaje de futuros abogados, médicos, notarios, futbolistas de segunda división, ladrones de bancos, moteros, cajeros de supermercados, peluqueros, víctimas de la droga, camareros, mecánicos, militares, militantes de Podemos, macarras, empresarios, ingenieros y testigos de Jehová. O sea que me ha pasado de todo, bueno y malo. Pero no hay nada como la cara, el brillo de las mejillas y de los ojos de un chico o una chica de 14, 15 o 16 años cuando logras que entienda de repente algo y que eso le importe. Esto es lo mejor.