sábado, 22 de diciembre de 2018

La función directiva

Hasta 1981, desde el punto de vista legal, todo el poder en la enseñanza residía en la administración del estado y, desde esa fecha, en la administración autonómica, con un período de transición de transferencia de competencias. Conviene recordar a los más jóvenes que desde 1977 a 1982 gobernó en España la UCD ─Unión de Centro Democrático─, partido de centro derecha que incluía a algunos antiguos funcionarios del régimen de Franco que se reciclaron en demócratas, como el propio líder Adolfo Suárez, probablemente de forma sincera. En 1982 ganó las elecciones generales el PSOE, pero en Galicia, un año antes, en 1981, ganó las primeras elecciones autonómicas y gobernó AP ─Alianza Popular, partido que más tarde cambió su nombre al actual de Partido Popular, PP─, partido de derechas liderado por el exministro franquista Manuel Fraga Iribarne, más adelante presidente de la Xunta de Galicia él mismo.

Quiere esto decir que la responsabilidad de nombrar directores de los centros ─como la de nombrar inspectores, ya comentada─ estaba, primero, en manos del régimen dictatorial, después en manos de un gobierno democrático de centro derecha y a continuación, en manos de un gobierno autonómico de derechas. Mientras los institutos se llenaban de profesores jóvenes y rojos, la mayoría de directores eran, coherentemente, hombres, conservadores y de cierta edad. Si bien no renegaban del sistema democrático, mayoritariamente se habían sentido bastante cómodos en la dictadura. Los profesores fuimos ganando cuotas de participación en la gestión de los centros por la vía de los hechos consumados y, poco a poco, se iba teniendo en cuenta la opinión de los claustros en el nombramiento de las directivas. Pero no fue hasta 1985, con la promulgación de la primera ley orgánica democrática del sector, la LODE ─Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación─ cuando el profesorado y el resto de actores de la enseñanza tuvieron derecho legal de participar en la gestión de los centros y a ser oídos en el nombramiento de las directivas.

En septiembre de 1981, la llegada de profesores nuevos a cierto instituto suponía la renovación de la mayor parte de la plantilla. El director, C., nombrado por el delegado provincial también era nuevo en el instituto y no tenía equipo. C. encajaba en el perfil: hombre, conservador, mayor que casi todos los demás profesores. Además era culto, aficionado a los latinismos, paciente, dotado de un humor galaico muy particular ─impagable su adaptación del gallego ¡manda carallo!: ¡impera falum!─ y, si seguimos los estándares actuales, un tanto machista. La jaula de grillos que era aquel instituto provocó que C. se viera rodeado de un equipo directivo que no era seguramente el que él hubiera preferido. El equipo lo formábamos los jovencísimos rojeras M.C, M.S., J.P. y yo mismo, además del no tan joven, nada rojo y excelente persona J.L.V. ¡Menudo año! C. nos dio un curso de 10 meses de paciencia y tolerancia con los que tienen distintas ideas. Nosotros aprendimos, poco a poco, a diferenciar lo deseable de lo posible, a pausar nuestra impaciencia por cambiar el mundo. Creo que nos veía con una mezcla de irritación por nuestra, a veces, impertinencia, y orgullo de padre con los que podrían ser sus hijos casi adolescentes. Permitidme la vanidad de decir que creo que C. apreciaba nuestra capacidad de trabajo y eficiencia ─todo lo que emprendíamos lo completábamos─, entusiasmo e inteligencia. Éramos francamente brillantes y, seguramente por ello, pedantes y algo soberbios. Sobrados, se diría ahora. Paradójicamente, ejercíamos de moderadores ante cierto sector del claustro que siempre nos adelantaba vertiginosamente por la izquierda. También éramos el azote del sector reaccionario y casposo. 

Una sola anécdota para comprender con qué clase de caspa teníamos que lidiar. En aquel instituto no había biblioteca, así que emprendimos la revolucionaria tarea de crear una. Había que encontrar un local adecuado, acondicionarlo, dotarlo de fondos bibliográficos y establecer un sistema de gestión. Después vendría la fase de dinamización del uso de la misma y de continuación de la dotación de más fondos. Todo esto exigía dinero, claro, y este era más bien escaso. Empezamos las compras: Cervantes, Lope, Delibes, García Márquez, Cortázar, Darwin, Newton, Asimov, entre otros, fueron los primeros autores. El sector reaccionario nos acusó de malgastar el presupuesto del instituto en "novelitas de vaqueros", en vez de dedicarlo a lo importante como la compra de champú y bigudíes. Esto es rigurosamente verídico.

Dirigir un instituto en esos años y en los inmediatamente posteriores era una tarea ingrata. Un gran volumen de trabajo y muy escaso reconocimiento. La mayor parte de la gente más válida comenzó a huir de los cargos. Poco a poco comenzaron a enquistarse en las direcciones personas de cierto perfil. Con honrosas, aunque no escasas, excepciones, trepas, mediocres, caciques, el perfil de los Anacletos, digamos. El modelo Anacleto se ha ido extendiendo. Se trata de un tipo de persona que intenta ocultar su inseguridad bajo un estilo bronco y agresivo. Ejerce el poder a golpe de favores, maestro del "estás conmigo o estás contra mí". No tolera la más mínima discrepancia. Los claustros tienden a durar cada vez menos, no porque haya un gran consenso en el centro, sino porque cualquier opinión que no sea en la línea de adular al cacique tendrá su ración de castigo verbal, por parte del titular o de alguno de sus partidarios. La gente se cansa de ser agredida y aprende a callarse y, a la larga, a no ir a los claustros. Estoy seguro de que muchos conocéis a más de un Anacleto.

No creo que haya ningún tipo de superioridad ética en la izquierda sobre la derecha, pero ciertamente, en España, la derecha viene de una tradición más autoritaria, mientras la izquierda lo hace de una más asamblearia. Por eso digo que resulta más incoherente ser un Anacleto si eres de izquierdas y, también digo, que muchos Anacletos creen ser de izquierdas pero no lo son.  Ahí tenéis a C., un hombre de derechas y de muy decente ejercicio del poder.

Entrando el siglo XXI, muchos de los que llevan décadas en las direcciones sienten que son ellos los depositarios de las esencias de la educación. Comienzan a sentirse fascinados por la jerga propia de los líderes: sistema de gestión, liderazgo, procesos de mejora, DAFO ─debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades─, coaching, calidad. Por eso surgió el plan de calidad. Curiosamente aquellos que más dominan la jerga se alejan de las aulas, que van quedando en manos de los que no dicen flipped classroom, pero recomiendan un magnífico vídeo de youtube para estudiarse la lección 12 para mañana. O de aquellos profesores multipremiados por sus proyectos de innovación o sus materiales didácticos pero que no dicen enseñanza-aprendizaje. O, finalmente, aquellos valientes como esa profesora de verbo guerrero, autora de un excepcional material digital con el que se enfrentaba a la ignorancia y a la indolencia, y que fue perseguida por el director de turno que no le perdonó no haberle votado cuando él presentó su candidatura  a la dirección. Esta gente es la que ha mantenido la auténtica calidad de la enseñanza. No han sido pocos pero sí han sido poco reconocidos.

La apoteosis llega en la década de 2010 y acaba consagrándose en la LOMCE ─Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Enseñanza─ de 2013. El director o directora es el líder pedagógico del centro. Como otras veces, nada que objetar. Creo que el director no debe limitarse a gestionar burocráticamente el instituto, debe motivar y promover la participación de todos en proyectos comunes de innovación y mejora de la enseñanza. Pero, como otras veces también, las cosas se corrompen. He asistido a cursos de coaching en los que se explicaba la diferencia entre el autoritarismo y el liderazgo, ilustrado con bonitos vídeos analizados con este criterio, mientras trabajaba en un centro gobernado por una perfecta Anacleta que se atrevía a dar lecciones de buen liderazgo por la mañana y cortaba las intervenciones discrepantes por la tarde.

Todo lo que va mal puede empeorar y el modelo siempre es susceptible de perfeccionarse. Los Anacletos añadieron a sus cualidades ya explicadas ─inseguridad, torpeza, mediocridad, acritud, caciquismo, abuso del débil─ una nueva: ser sumisos con la autoridad. El proceso transcurrió en paralelo al deterioro del ejercicio de la política que ocurrió en España desde finales de los noventa. La crispación, la intolerancia. Fijaos como en esos años empezó a llamarse díscolos ─término que implica un cierto juicio de valor, más bien negativo─ a los que antes se llamaba discrepantes ─término neutro que únicamente indica que se tiene una opinión diferente─. Los gobernantes de turno empezaron a rodearse hasta los niveles últimos de la administración de personas totalmente adictas. Comenzó a ser incómodo ser director y enfrentarse a las autoridades. Solo los más valientes lo mantuvieron. Los Anacletos se adaptaron y tomaron partido por sus jefes: primero el inspector, luego los jefes de servicio, los delegados provinciales ─ahora directores provinciales─, los subdirectores y directores generales y, en la cumbre, los conselleiros. Protegen su presunta carrera y no a sus, antes considerados, compañeros.

Como también he dicho, siendo todo esto bastante descorazonador, lo peor es la pasividad y resignación con que estas actitudes, antes intolerables y no toleradas, son recibidas por gran parte del profesorado de hoy. En el peor de los casos, esa pasividad es complicidad al no defender a la del verbo guerrero, a los discrepantes o a los asesores pardillos del artículo anterior, por ejemplo.

La ética y la elegancia no está en estos elementos y puede que sí estuviera en algunos directores de antes, injustamente calificados de antidemocráticos.

Sirva todo lo anterior, también, como tardío homenaje y reconocimiento a la paciencia y talante de C., el gran Cacheda.

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