martes, 10 de agosto de 2021

Llámame Susi

Lo comentábamos hace pocos días unos amigos profesores de la misma generación. Esto, la mayoría de nosotros, lo llevamos mal. Desde luego, yo lo llevé mal. Me costó mucho adaptarme a las costumbres cambiantes y no lo conseguí del todo.

Cuando éramos estudiantes de Secundaria los profesores nos llamaban por el apellido. Entre nosotros mismos nos llamábamos por el apellido, salvo casos excepcionales de hermanos, primos o amistades anteriores al colegio. Mis compañeros de clase durante mis años de colegio eran Barreiro, Carpio, Cobián, Toucedo, París, Mintegui, Trabazos, Represas, Matamoros, Fraga, Contreras, Yoldi, Grossi, etc. Nos sentábamos por orden alfabético. Mi compañero de pupitre durante años fue García. Solo después de tres o cuatro años, supe que se llamaba Manuel, pero seguí llamándole García.

En la facultad comenzaron a cambiar las cosas. Estaban Salvador, Félix, Javier, Alberto, Lola, Rita, Mari Carmen, Miguel o Manolo, pero también Arzúa, Arroyo, Correa, Dopazo, Ramallo, Cebreiros o Cid. Los profesores seguían llamándonos mayoritariamente por el apellido, a veces precedido de señor o señorita.

En ningún caso se nos generaba un problema de identidad ni de sensación de menosprecio ni nada parecido.

Así que, al empezar a ejercer como profesor, para mí y para muchos compañeros, lo natural era el apellido. Desde luego al pasar lista, pero también al dirigirnos personalmente a algún alumno. Pérez, sal al encerado. Álvarez, ¿cuál es la respuesta? Cada alumno estaba perfectamente identificado. Si había dos Pérez, uno era Pérez Fernández y otro Pérez Suárez y arreglado.

Poco a poco, muchos profesores empezaron a adoptar la costumbre de utilizar el nombre propio. Creo que en Primaria ya estaba totalmente extendido en aquellos años ochenta. Sostenían los partidarios del nombre propio, que eso facilitaba la comunicación entre profesor y alumno al mostrar aquel más cercanía. Sin poder discutir del todo el argumento, algunos no nos sentíamos cómodos con esa cercanía. Nos parecía que un exceso de confianza o familiaridad, podía ser un elemento potencialmente conflictivo. Del mismo modo que, decíamos, un padre no es un amigo de su hijo, sino, precisamente, eso: un padre. Es más ser padre que amigo. Es mejor ser padre que amigo. Es distinto ser padre que amigo. Pues como profesor, igual. Por otro lado, sentíamos una especie de pudor al llamar a Daniel o Verónica.

Aún no lográbamos acostumbrarnos a este uso, cuando entraron en escena los diminutivos o hipocorísticos, Dani, Vero, Quique o la Susi del título, que se llamaba Jesusa. Aún comprendiendo la incomodidad de una chica jovencita con un nombre tan serio como Jesusa, decidimos que a eso no llegábamos. Daniel, Verónica, Enrique y Jesusa y punto pelota. Y si te parece muy mal lo de Jesusa, volvemos al apellido. Pero los tiempos nos superaron. Pronto fuimos una exigua minoría que, además, como estábamos haciéndonos mayores, éramos sospechosos de anticuados y conservadores. Pero mantuvimos el pabellón en alto.

Como consecuencia de esta costumbre, muchos alumnos comenzaron a entregar sus exámenes o trabajos poniendo solo el hipocorístico. Así, recibías un examen encabezado por un Rodri o una Vane, sin apellidos. Rodri y Vane estaban tan convencidos de su propia importancia y singularidad que no entendían las razones que les dábamos para que pusieran Rodrigo Pérez López en la casilla correspondiente al nombre. "Yo soy Rodri", decía. A muchos profesores, incluida Susi, que por azares del destino se convirtió en colega mía, les parecía bien.

El colmo llegó en mis últimos años cuando proliferó una nueva tendencia. Creo que es una costumbre importada de Brasil. Algunos alumnos decidieron adoptar nombres distintos de los suyos. Pongamos a José Manuel López Fernández, pues quiere que le llamemos Yago, porque le gusta ese nombre. Esto me generó algunas dificultades cuando la tutora me pedía información acerca de Yago y yo observaba, perplejo, que no tenía ningún Yago en la lista. En mi trabajo como tutor, yo siempre pedía información a mis compañeros suministrando nombre y apellidos del interesado. Debí de quedar de rancio y carca perdido.

No os aburriré con las conclusiones. Solo brevemente: un exceso de protagonismo y egocentrismo genera déspotas. El objeto de la enseñanza es el alumnado, pero eso no exige que cada uno se crea el centro del universo. Una pequeña distancia y que el alumno comprenda que es uno más, tan importante como todos, pero no más que los otros, es una sana lección de humildad. Nuestros jóvenes necesitan esa lección.

2 comentarios:

  1. Somos muchos los que coincidimos en tu reflexión, José Antonio.
    La transición entre tratar por el apellido y terminar por el nombre llegaba a derrapar hacia el mote. Teníamos en Sevilla un “Cabronell”, por ejemplo. Y yo era “el Lerma”, que se iba a “Perma” con facilidad.
    Ahora, en mi centro de Valencina de la Concepción, intentamos que no se admita Nico o Beli, sin más. Claro está, no puedes rechazar el escrito, te ponen reclamación.

    Saludos.

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  2. Parece un tema anecdótico, pero tiene mucho fondo. Te voy a contar una anécdota muy significativa. Un compañero preguntó en clase a sus alumnos cómo querían ser llamados, por su nombre, por su mote,.... La respuesta de uno de ellos fue:"llámame dios". Ahí es nada,una buena muestra de egocentrismo.

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